sábado, 8 de septiembre de 2018

la obra

Chispas era grande, bonachón, su cara, pómulos y ojos redondos, como su tripa oronda, y sus manos considerables, apretaban honestidad. —Señor ponga sombrero mujer agradece. Era agosto y el sol apretaba. Ucraniano, se le oía gritar de vez en cuando: —¡He perdido línea! ¡He perdido línea! Chapurreaba como buenamente podía indignado de un lado a otro como pollo sin cabeza y los rumanos y rusos le gastaban bromas.

Quedaban pocos días para la inauguración y el retraso, y un cierto caos y desorganización empezaban a hacer mella en la gente. Sábados y domingos no existían. Habían pasado más de quince días en la fecha prevista y el rictus de la propiedad marcaban seriedad y pánico interno ante las más de cien invitaciones cursadas meses antes con directivos y empresarios del sector al más alto nivel que disfrutarían de sus cosas, en la apertura de la terraza Chill Out.

Dekton empezaba a cobrar forma. Forraría el vaso perimetral y los accesos a las islas rodeadas de agua y muebles simulando fuego. Estaría cerca, con información de primera mano sin necesidad de recurrir a confidentes perdidos en la carnalidad humana como Rene Dubois (Renacido del Bosque).

La idea era clara. Sabía que entre otros el director de uno de los más grandes bancos del mundo estaría presente. Nadie advertiría su presencia. Las cifras de miles de millones de dólares, embriagadoras para la mayoría de los mortales, circularían al ritmo vertiginoso de sushis, tartaletas de parfait de foie gras con manzana y croquetas de seta y trufas entre negocios e inversiones multimillonarias, bien regadas con caldos con denominación de origen y una suave música “ambient” de fondo.

Sabía que se necesitaban más de 270.000 millones de dólares anuales de media para erradicar el hambre en el mundo. Que más de 800 millones de personas todavía carecían de alimentos suficientes. Que estimaba se necesitarían un mínimo de 170 dólares, por año por cada persona que vive en la extrema pobreza para mejorar su calidad de vida. Cifras tan mareantes como viables desde inversiones focalizadas en un desarrollo sostenible que contemplase e igualase este desquiciante mundo de ególatras insensibles a sus congéneres.

Se lo encontró sentado en un banco delante de casa de su madre. Un bocadillo nada despreciable lo acompañaba de un litro de leche. Era la hora de comer y chispas parecía un bebe con biberón alimentando su mundo. Mientras el resto del personal comían juntos, chispas se arrimó, sin saberlo, a otro hogar. 

—Señor usted vivir aquí, —dijo, al reconocerme clavando sus enormes ojos azules con su inmensa sonrisa. 

—Si, aprovecho porque mi madre vive aquí, —le comento, devolviéndole el gesto.

 —Las madres siempre dan de comer bien, afirmo sin ninguna duda.

Despidiéndome hasta un rato le deseo buen provecho, con una sensación amarga de no haberle invitado a subir para que la conociera en persona. 

—¡La mía también ochenta y dos años! —le oigo vocear, con ganas de conversar en su soledad mientras me alejo.

La entidad plasmática necesitaba confirmar que los temas a tratar por parte de los invitados versarían única y exclusivamente de los problemas fundamentales del mundo: Del hambre, de las desigualdades, de la felicidad verdadera, de miradas cómplices entre desconocidos que advirtiesen solidaridad, bondad y amor. 

Pero por desgracia, aunque su información fuese verídica y comprobable, no estaba seguro de encontrarlos en el cóctel de inauguración. Aun así, aun le quedaba la esperanza de cerciorar in situ los progresos de la élite.

Donde si los había visto eran en los días que le dieron forma donde convivió con un crisol de gentes de diferentes culturas, rodeados de hombres nobles construyéndole un rincón, una puerta de entrada, donde tratar de entender, una vez más, sí vamos aprendiendo algo. 

Incansable, imperecedero, imperturbable, metamorfoseado de forma acelerada, necesitaba hacernos comprender desde su mente, esa solida conciencia y moralidad, condición sine qua non para la evolución que necesitamos para graduarnos y que como bien sabía, arropa —por encima de ella— a nuestra todavía inexperta e incipiente inteligencia.