miércoles, 26 de febrero de 2020

no hay tiempo

No hay tiempo para leer a Borges, a Cortázar, a Rulfo y su tío Ceferino, a los campos del Duero de Machado. No hay veranos de Lorca, eternos, entre grillos y sombras por la tarde, ni a la caída de la tarde, ni en la noche eterna, salpicada de olores a alpechín.


Si hay tiempo, pérdida de tiempo, para virus que inoculan miedos que se comprimen y se estiran, de titulares desmedidos cada minuto, impactos del PIB, de bolsas que gotean noticias donde expertos de la nada evalúan quien gana, cuánto gana, y quien pierde, cuánto pierde. 


Y el único que pierde es el que se queda sin quien se fue (entre otros) una poca mayoría de ancianitos estadísticos que vivieron historias. Nadie se acordará de ellos, porque nunca quisimos acercarnos y conocerlos, sólo los suyos que lloran la neumonía que se complicó y se los llevó.

 
No hay tanto tiempo para leer a tantos, para escuchar la nostalgia de nuestros tíos Ceferinos, los que nos contaban historias que nunca vivimos. Sólo nos da tiempo, ahora nos lo dicen y recomiendan, para lavarnos las manos, para evaluar en este absurdo mundo, como si fuese un juego, cuánto perdemos y cuánto ganamos...


martes, 11 de febrero de 2020

membresías de glorias

El honor, la fama, la grandeza, la magnificencia, ese lugar ideal, la gloria, no era para él tal y como la sociedad seguramente la entiende.

No lo fue para los tres soldados del coronel Dax escogidos al azar para ser ajusticiados por orden de un general que no les vio valentía en el campo de batalla, en la antibelicista película de Kubrick "Senderos de gloria" 

A lo mejor lo fue para los miles de soldados saliendo de las trincheras, en un slalom de bombas, ante las lágrimas de otro mando, consciente de lo que les esperaba, en la recién estrenada película de "1917" de Mendes. 

Quién sabe si en "Salvar al soldado Ryan" en la escena de la batalla final, donde  un paralizado soldado por el miedo avanza a duras penas con una munición colgada del cuello que nunca llega, testigo aterrado de la crueldad de la batalla que presencia, la alcanzaría. Al fin y al cabo, junto con Ryan fue de los pocos que se salvaron. Y los que se salvan en las batallas alcanzan, si vencen, parece ser, la gloria.

Hay más batallas y guerras sin gloria: la del estudiante agobiado derrotado por suspensos, la del trabajador expulsado por no cumplir objetivos en la empresa, la de los que no llegan a fin de mes, la de los que les ha tocado nacer en el tercer mundo, la de los equipos modestos en estadios de fútbol, incluso ahora las guerras son quirúrgicas, evitando o minimizando daños colaterales, retransmitidas por drones. 

O bien las que pretenden derrumbar economías sin derramar sangre, pero persiguiendo los mismos objetivos de siempre. Y si no son guerras, son virus mutando, acechando nuestro tranquilo palco de vecindario apedreando por miedo en la batalla a leprosos orientales con mascarilla.

Si se veía, con la guerrera azul y charreteras, pantalón blanco y chacó con visera. Con la bayoneta cargada desfilando bajo el Arco del Triunfo parisino, en la gloria. Seguramente pertenecía a la infantería francesa de las tropas napoleónicas. Y los honores, si los hubo, procedentes de un escenario que podría ser en Borodinó, la batalla sangrienta inmortalizada por Tolstói en su novela "Guerra y paz"

Fuesen guerras napoleónicas o posteriores, la gloria, la valentía, la obtuvo no en el campo de batalla, donde en un día (se considera una de las batallas más cruenta de la historia) murieron setenta y cuatro mil hombres entre franceses y rusos. No, porque se recordaba igual de aterrorizado, parapetado, incapaz de avanzar, abrazado a su mosquete, asustado, rodeado de tanta barbarie, protagonista. Tan protagonista como los mandos en la colina observando el desenlace de la batalla.

La anécdota la contó hace unos años en una cena en una reunión entre amigos. Un día se le ocurrió seguir un tutorial absurdo que permitía, según su autor, acercarse a un pasado vivido. Otra existencia en la rueda kármica a rescatar de su memoria. Fuese cierto o no y sin ninguna credibilidad científica, su pasado se reconoció en una batalla alrededor del 1800. Algo tan profundo y doloroso que por alguna circunstancia permanecía latente en su ADN celular. 

Algo por lo que reencarnar, pero no por la falta de valor en el campo de batalla, o los honores bajo el Arco del Triunfo, karmas a vencer, sino por la necesidad de expresar, recordar la insensatez e inconsciencia del hombre.

Aunque la gloria se inmortalice en la historia, narrada por literatos y periodistas, pintada y expuesta en hemerotecas y museos a lomos de caballo, la verdadera membresía, el esplendor, el renombre, el cielo, es la de entender algún día que todos por igual, sin atacarnos, pertenecemos a la raza de un ser humano que en su progreso aún le cuesta y se ve incapaz de entender significados de palabras tan sencillas, profundas y necesarias como empatía, respeto, gloria o la más importante: 

Amor.