El honor, la fama, la grandeza,
la magnificencia, ese lugar ideal, la gloria, no era para él tal y como la
sociedad seguramente la entiende.
No lo fue para los tres soldados
del coronel Dax escogidos al azar
para ser ajusticiados por orden de un general que
no les vio valentía en el campo de batalla, en la antibelicista película de
Kubrick "Senderos de gloria"
A lo mejor lo fue para los miles de soldados
saliendo de las trincheras, en un slalom de bombas, ante las lágrimas de otro mando, consciente de lo
que les esperaba, en la recién estrenada película de "1917" de Mendes.
Quién sabe
si en "Salvar al soldado Ryan" en la escena de la batalla final, donde un paralizado
soldado por el miedo avanza a duras penas con una munición colgada del cuello
que nunca llega, testigo aterrado de la crueldad de la batalla que presencia, la alcanzaría. Al fin y al cabo, junto con Ryan fue de los pocos que se
salvaron. Y los que se salvan en las batallas alcanzan, si vencen, parece ser,
la gloria.
Hay más batallas y guerras sin
gloria: la del estudiante agobiado derrotado por suspensos, la del trabajador
expulsado por no cumplir objetivos en la empresa, la de los que no llegan a fin
de mes, la de los que les ha tocado nacer en el tercer mundo, la de los equipos
modestos en estadios de fútbol, incluso ahora las guerras son quirúrgicas,
evitando o minimizando daños colaterales, retransmitidas por drones.
O bien las
que pretenden derrumbar economías sin derramar sangre, pero persiguiendo los
mismos objetivos de siempre. Y si no son guerras, son virus mutando, acechando
nuestro tranquilo palco de vecindario apedreando por miedo en la batalla a
leprosos orientales con mascarilla.
Si se veía, con la guerrera azul y charreteras, pantalón
blanco y chacó con visera. Con la bayoneta cargada desfilando bajo el Arco del Triunfo
parisino, en la gloria. Seguramente pertenecía a la infantería francesa de las
tropas napoleónicas. Y los honores, si los hubo, procedentes de un escenario
que podría ser en Borodinó, la batalla sangrienta inmortalizada por Tolstói en
su novela "Guerra y paz"
Fuesen guerras napoleónicas o posteriores, la gloria, la valentía, la obtuvo no en el campo de batalla, donde en un día (se
considera una de las batallas más cruenta de la historia) murieron setenta y
cuatro mil hombres entre franceses y rusos. No, porque se recordaba igual de aterrorizado,
parapetado, incapaz de avanzar, abrazado a su mosquete, asustado, rodeado de tanta
barbarie, protagonista. Tan protagonista como los mandos en la colina
observando el desenlace de la batalla.
La anécdota la contó hace unos
años en una cena en una reunión entre amigos. Un día se le ocurrió seguir un
tutorial absurdo que permitía, según su autor, acercarse a un pasado vivido. Otra existencia en la rueda kármica a rescatar de su memoria. Fuese cierto o no y sin
ninguna credibilidad científica, su pasado se reconoció en una batalla alrededor
del 1800. Algo tan profundo y doloroso que por alguna circunstancia permanecía
latente en su ADN celular.
Algo por lo que reencarnar, pero no por la falta de
valor en el campo de batalla, o los honores bajo el Arco del Triunfo, karmas a
vencer, sino por la necesidad de expresar, recordar la insensatez e
inconsciencia del hombre.
Aunque la gloria se inmortalice en la historia,
narrada por literatos y periodistas, pintada y expuesta en hemerotecas y museos
a lomos de caballo, la verdadera membresía, el esplendor, el renombre, el
cielo, es la de entender algún día que todos por igual, sin atacarnos,
pertenecemos a la raza de un ser humano que en su progreso aún le cuesta y se
ve incapaz de entender significados de palabras tan sencillas, profundas y
necesarias como empatía, respeto, gloria o la más importante:
Amor.