No por casualidad quizás de forma intuitiva acariciado con las silabas de
un “nick”, un día se dejó llevar al ritmo
de uncompás infinito, cuatro por
cuatro —un doble ocho— dealgo inconmensurable imposible a retener.
Una aventura que llegó para ayudarle a continuar.
Dar y ver, o ver y dar, tratarían de separase, distanciarse, desembarazarse de la expresión dual de su
nombre verdadero, falsa realidad, identificación que atrapado en el día a
día, consumía, o más bien derrochaba, parte de su energía.
dave, no era Dave, porque no era un nombre propio, nunca lo fue. Nació, eso
sí, con una vocación canalla, prohibida, infiel, como todos los alias, ese otro
nombre —apodo traducido— tratando de englobar la comprensión de sí mismo.
Anonimato
inicial desvelado con los años, no impedido con el tiempo, sin dejar lugar a
duda de quién era él.
Pero no siendo un sujeto tampoco era objeto propio, ni
conocido ni por conocer;
dave sólo ansiaba ser la bifurcación de un camino de vuelta a la
comprensión de la realidad, pura intuición, de ese conocimiento libre y no sometido,
conciencia expresa, manifestación a través de pensamientos, de realidades
superiores contenidas, mostradas.
Quizás un bolero de un amor a negar, de noches de placer vedadas para salvar su sagrada dignidad.
La negligencia, sobra decirlo, es
falta de cuidado.
“Nada de verdad importante es
realmente bello y todo lo muy importante se acerca corriendo a lo grotesco”
Lo leo releyendo carpetas de intenciones a Vicente Verdú, en un artículo de
hace años que tituló “la belleza de la
negligencia”. Encontrarla, no es nada fácil. Cuando ocurre te elevas por encima de lo ordenado, lo simétrico, el canon
estético, lo establecido, intuyendo que
ese descuido, donde la atención y la acción se rigen por los asombrosos caminos inadecuados
de la magia, lejos de ser omisiones o acciones incorrectas, generan autenticidad, albergan esperanza.
Decía algo así como que el desorden actual del mundo es el desorden del
horror que no de la negligencia, no nos equivoquemos, que la belleza, y esto lo
decía un racionalista cómo Kant, se
mueve en el ámbito de las afecciones, de las observaciones, sensaciones que lo
externo nos suscita.
Si lo bello (por delicado) encanta, desde ese otro sentimiento, lo sublime
(la tormenta enfurecida) logramos conmovernos. Decir que uno escribe bonito,
colores de misericordia, lejos de alabanzas o loas sólo responde, si conmueve,
a un refugio intencionado, al borde de lo sutil, incluso de lo ridículo, despacio,
muy despacio, nunca corriendo, frente al horror de este peripatético mundo.
Es sólo una defensa.
Los puertos de categoría especial (como las personas que aportan
conocimiento y saber; referentes) acaban en alto y son duros por kilometraje o
dureza, y escalarlos requieren de muchos años de entrenamiento: Se llama trabajo.
Conmueve, me repito, por lo sublime escuchar a Cesare Picco en “Un Attimo” (maravillosa
portada del disco), al mismo tiempo que en un momento de introspección escribir
”cogidos de la mano”. Conmueve, de nuevo, escuchar, mientras escribo estas líneas, y titulo "negligencia y misericordia", muy despacito, a Tord
Gustavsen, porque tienes el
convencimiento, y no lo has maquinado aposta —sólo surge— de dejarte llevar, de
encontrar apostillas que den sentido a lo escrito, y lo cuidado, se aleje de lo
grotesco, del horror, y sientas, desde lo más profundo de ti que en lo dicho —vuelta al origen— hay líneas escritas de
luz, de compasión y verdad.
Pongo este ejemplo reciente podrían haber sido otros, da igual la ideología:
Una dirigente política se cruza las manos en una foto abatida, según dice, por
el cansancio. Una impostura inconsciente (siento la dureza) grotesca,
descuidada, corriendo, desde lo falso, donde no adivinas, ni lo bello, ni lo
sublime, sólo marketing barato de embaucadores a la caza de una ingenua
ciudadanía.
Seguimos rodeados de acciones incorrectas, de intereses económicos
parciales, de postureo inadecuado, de negligentes dirigentes, que pretenden conmover. De líos
mediáticos donde, (cuidado que hay que ser torpe) se han contratado a nivel
mundial a epidemiólogos, virólogos, médicos, científicos, como figurantes
(dobles) de un teatro escenificado bajo el auspicio de las élites, y la hipnosis
de gobiernos de distinto signo, de muertes impostadas, que crece y algunos
creen falsa, de camino al confinamiento de nuestras cacareadas libertades
individuales, cuando sospechas que en la vida han sido incapaces de conmoverse,
ni con expresiones sublimes de la naturaleza, ni con verdades sinceras,
creaciones, de aquellos que saben lo que es transmitir.
¡Que sabrán lo que es la libertad!
Y tengo el convencimiento, y certeza, que una vez más, como ha sido así
siempre, el dinero, el tanto vales tanto tienes, la economía remunerada desde
el trabajo, la llave de la falsa felicidad, de camino a la nueva anormalidad (la
anterior normalidad, nunca existió) sea ese escenario de horror donde, lejos de
aprender algo, sigamos, corriendo a ninguna parte —al caos—, negligentes,
insolidarios, ambiciosos, egoístas, perdidos —tan distantes— manipulados, enfrentados.
Mi mirada se desviaba a las esculturas de bustos, y a un desnudo arcilloso de cuerpo entero, a cuadros inacabados o recién empezados. A una fotografía (skyline de la
ciudad) que ocupaba el lateral de una pared, a los caballetes y mesas de
trabajo, a la luz tamizada, al silencio que se respiraba y a él mismo, tan
cerca, con tantas ganas como vergüenza (no era el momento) de ser presentado y de invitarle a conocer la
obra de un coetáneo suyo, qué, así lo recuerdo, aún no
conociéndolo, le llamaba cariñosamente antoñito.
Acudimos a la llamada, trabajábamos en el piso de arriba. Hace más o menos
un año de esto. El agua, tras una fuga de una cisterna, se había desbordado por
la noche y con tan sólo un par de dedos, amenazaba a algunas obras, sobre todo los cuadros apoyados
en el suelo cercanos al desborde. Los recolocamos uno a uno con exquisito
cuidado siguiendo las instrucciones de la familia.
Entrar en el sanctasanctórum de uno de los artistas más queridos y reconocidos de este país,
en su estudio, anconada segura de sus obras, era como profanar un lugar sacro.
Ayudamos en lo que pudimos a sus hijas y a él mismo, con fregonas y cubos hasta
despejar la bahía.
Antonio López, expresa en una entrevista a un medio este pasado fín de semana su convencimiento, o presentimiento, de no salir mejores de esta crisis pandémica. Un mes antes en otro medio, tan reciente el fallecimiento de su esposa, la también pintora María Moreno, en febrero, explicaba como en sus paisajes urbanos, como el cuadro de la Gran Vía, excluía lo que se movía. Parecido ocurre en el cuadro aéreo, de las azoteas de la Avenida de América. Premonitorio o no, la ausencia del ser humano recuerda escenarios distópicos, huellas de cemento, de nuestro paso por este mundo.
Ambos cuadros me son cercanos, uno por (aunque no aparezca en el cuadro) arrancar la Gran Vía en el edificio metrópolis, coronado con su escultura del ángel alado, otro, por enseñar a lo lejos la casa familiar a la que acudía fly el perro volador.
Intuyo no pasará mucho tiempo, a lo mejor menos del que creemos, en que su/nuestra, Gran Vía pintada, se inunde, sin acritud, de bullangueras hormigas con bolsas saliendo y entrando de grandes comercios bajo luces de neón y led, de coches también entrando y saliendo por la Avenida de América al centro de Madrid, de bulliciosa vida porque así la entendemos.
Dice Rafa Nadal que no quiere la nueva normalidad, que quiere la antigua.
Supongo se refiere en lo personal o profesional. La emoción de ganar torneos (su vida) sintiendo el calor del público sólo al alcance de unos pocos privilegiados,
escogidos, talentosos, imperecederos, incombustibles, me pregunto ¿será
compatible con nuestro proceder?
¿Encontraremos un equilibrio, que no contamine los cielos de queroseno, de
óxidos de nitrógeno y CO₂ inadmisibles las grandes ciudades, de acuíferos
desoxigenados por acción de la codicia del hombre, de la tala de bosques e
incendios incontrolables, de la extinción de especies, compatible, con fusiones de bancos y
empresas buscando rentabilidades máximas, de industrias no contaminantes, limpias,
de desescalada armamentística innecesaria, de frenéticos procesadores de algoritmos veloces, pensando, (por decir algo) por ti, en la que podamos seguir
sintiéndonos, emocionándonos con todo lo sentido, vivido y amado?
No lo tengo claro.
Hace años, era el año 1992, en los Alphaville en una sala de culto de cine, vi junto a mi padre la película de Erice, “El sol del membrillo” Más bien un documental de alguien queriendo -acompañando a la madurez de los frutos- atrapar la luz y el tiempo, y pintar un membrillo solitario en el jardín de su hogar. Una idea desde un sueño dio pie a una película, donde Antonio López, si quiso pintar, a lo mejor, lo que sí tenía vida.
En un árbol, que es vida, está contenido el universo entero, en nuestras
creaciones de progreso, sólo dejaremos huellas vacías, de estadios sin
aplausos, si no sabemos y logremos cuidar nuestro hogar.
Son ya años, no ahora, que aprecio lo interno, y lo externo de verdad: la vida, lo vivido, lo mirado, escuchado y rozado, desde los sentidos, inhalando y volando libre por lo que intuyo sea el verdadero aprendizaje. Por eso:
”… miro, escucho, rozo, en el ámbito de mi experiencia, lo que otros no ven, oyen o cogen, porque creo en la experiencia de los sentidos. Y me como la vida amando,
respirando, que no me quiero perder detalle, que antes que ella me devore
expirando, yo ya la habré mirado, tocado, y degustado y sentido, cual éter
imaginado…”
No permitamos quedarnos en la superficie de todo y desde el progreso atrofiar más los sentidos, achiquemos aguas entre todos, no paralicemos el verdadero sentido de nuestra existencia. Hay focos a los que mirar, escuchar, oler o rozar fuera del oropel aparente y fugaz de estos tiempos. Esto, tan sólo y dolorosamente, a parte de un virus que penetra con llaves por cerraduras ajenas con intenciones de quedarse o fulminarte, es un aviso. Otro aviso más. Y por desgracia van demasiados. Yo también digo bien alto:
“El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio.”
Brand en la película "Interstellar" de Cristofer Nolan
Uncas, el
último mohicano, el hijo de Chingachgook. Cuando desaparezca ya no quedará
nadie de la sangre de los sagamores. El último de su raza. Un
guerrero valiente. Su única arma un tomahawk. Sus enemigos los hurones. En
juego, las pieles de los castores.
Otro
Cooper (no el protagonista de "interstellar") escribió su historia en 1826. Uncas el valeroso
guerrero, que sólo tenía a su padre, solos, ya no sabían cómo retornar a sus
tierras, a una tribu, su tribu, que ya no existía. Sus poblados de infancia a
la orilla del río Hudson y al sur del lago Ontario sólo eran vagos recuerdos.
Creció entre musgos y helechos, atravesó arroyos y ríos de agua cristalina, se
adentró en la tundra, donde el viento puro insuflado de espíritus de los
majestuosos abedules amarillos y arces carmesíes, ya no les saludarían más.
Los
beneficios con el comercio al colono, al hombre blanco, se los quedaban los
malditos wyandot, todo para ellos. Los hurones y sus aliados francos, contra
los iroqueses e ingleses, siempre enfrentados y el hombre blanco con sus
arcabuces de pólvora, envenenando el aire, colonizando lo virgen, llevando el
progreso…
Uncas
el último de su estirpe.
Ponían
el clásico en la tele, era el uno de marzo y a las 21:00h no quedaba un hueco
en el salón. Familiares y amigos, para un total de 10 personas ocupaban todos los
asientos habidos y por haber en primera fila dispuestos a perder el control y
dar rienda suelta a sus emociones. El campo impoluto de un césped verde como
una alfombra plana acogía a los veintidós jugadores. El estadio con 90.000 espectadores abarrotados,
y a nivel mundial, una audiencia aproximada de 650.000.000 de personas, completaban el escenario y alcance de este evento.
Había invitado
a Uncas. Minutos antes de empezar el partido le ofrecí palomitas (las reconoció
al instante) ellos sabían cómo cultivar el maíz, imprescindible en su dieta con
el frijol y la calabaza. De beber rechazó la cerveza pero me preguntó si
disponía de whiskey. Lo introdujeron los británicos, y a cambio de pieles, fue
su autentica ruina. Cosas del comercio. Pero le fascinaba lo rápido que te desinhibía
a diferencia de esos enteógenos del hechicero y chaman de su tribu que alrededor
del fuego convertían tus manos en poderosas garras de gigantes osos negros, y
te permitían enfrentarte valeroso en la batalla a tus enemigos.
Hace
unos días (se tuvo que quedar en casa por lo del confinamiento) le pregunté por
el “return on investment”. No me entendió nada, no me extraña, me miró con cara
de asombro. —Si hombre, la rentabilidad económica, los recursos de tu pueblo. —Ah! me dijo,
te refieres a como usábamos nuestros recursos para obtener beneficios —pues
imagínate— les dábamos pieles y a cambio nos daban rifles, alcohol y cacerolas
de metal. Por cierto estos descerebrados porque las aporrean ahora todos los
días a las nueve, no lo entiendo, si eso es para comer, me preguntó sorprendido. —Bueno es…. —Es que protestan. —Verás, ahora protestan todos. Nadie analiza nada
pero todos buscan culpables. Estamos nerviosos por lo del virus, creo. Todos
tenemos opinión y nos vemos más fuertes integrados en grupos, como en el fútbol,
ya sabes, o eres merengue o eres blaugrana.
Cooper
desde el teseracto, seguía moviendo los hilos, que eran los libros de la
biblioteca, (el último, el último mohicano), Cristopher Nolan el director, parando
el reloj en su imaginación, modificando el espacio y el tiempo. Fenimore Cooper
el escritor estadounidense del último mohicano inventándose un valeroso pueblo
iroqués que desapareció aniquilado por sus luchas internas con los hurones y la codicia del
hombre blanco, entre trampas, praderas inmensas de hierba y búfalos, cazadores
de ciervos y colonos europeos, pioneros, haciéndose un hueco en un nuevo mundo,
que ni era suyo, ni les pertenecía, ni les importaba lo más mínimo, pero que lo
necesitaban porque la situación en el viejo continente era insostenible.
Cuando
se agota lo exprimido hay que reinventarse de nuevo.
Hace
unos minutos mientras Uncas limpiaba su hacha, y se atusaba la cresta, a la
espera de desayunar un buen tazón de leche y copos de maíz tostado, ya aseado (porque ahora la limpieza lo es todo), me preguntó:
—Oye dave
verás es que llevo unos días dándole vueltas a una cosa, y no lo tengo claro.
Te acuerdas del clásico, el partido ese entre el Real Madrid y el Barsa. Pues
verás el calvo con la cresta (se refería al chileno Arturo Vidal jugador del Barcelona)
era:
¿Un
hurón o un mohicano?
—Le
contesté —sinceramente Uncas, no tengo ni la menor idea.