Ponían "El tercer hombre" en un canal de televisión. A media mañana en invierno, la calefacción llevaba ya un par de horas puestas. La imagen de Harry Lime (Orson Welles) en un portal a oscuras de la Viena de postguerra saliendo con la música de fondo de la cítara de Anton Karas, momento crucial de la película, era su escena favorita. La película, con una fotografía excepcional en blanco y negro, trata la investigación de la desaparición de un amigo tras la guerra, por parte de un escritor, un triángulo, historia de amistad y traiciones, basada en una novela de Graham Greene.
Se había
acercado, por repetido, un día más a ver y acompañar a sus padres. Ya aseado y vestido, senil, descansaba en su sillón a la espera de la comida.
Lo que sí
sabía era que ni esta, ni Ciudadano Kane (otra de sus favoritas) hubiesen
podido sacar de su estado a un anciano acurrucado, con la mirada fija
inexpresiva al televisor, encogido en sus huesos salientes, tan cercano como
sabía y sentía lo poco que quedaba.
Lo intentó.
―Papá, mira
tú escena favorita. ―dijo, levantando la mirada mientras dejaba de hojear una
revista.
En otras
ocasiones habría sacado alguna interjección de las suyas; ¡sensacional!,
¡fabuloso!, ¡qué maravilla!, ¡que bárbaro!, ¡ya no se hace cine como en los
cuarenta y cincuenta!, o algo así parecido. Ese entusiasmo que siempre sacaba de dentro.
Esta vez
no. Solo silencio.
El
envenenamiento del cóctel de medicinas que trataba de parar lo inevitable le
había cambiado del todo.
Y en el
fondo ya no era él.
―Y tu madre
dónde está. ―inquirió con su genio habitual, sabedor que su único asidero,
refugio, era ella, su compañera de siempre. La que, con paciencia infinita,
aguantaba y le cuidaba y le limpiaba a diario, entre broncas y abrazos,
lágrimas que solo ellos sabían y compartían.
―Haciendo la
compra, contestó.
―Tengo frío.
Sonó
hiriente, gélido, reprochable, de abandono.
―¿Te
arropo?
―No, no es
ese tipo de frío. ―zanjó tajante sin dejar de ver las escenas por las
alcantarillas vienesas.
―Me falta
calor humano.
Sus
palabras penetraron como una daga afilada en lo más profundo.
―Pero papá,
que dices, si estamos contigo.
Saltó como
un resorte y entre lágrimas se abrazó a él lo más fuerte que pudo.
Aún hoy siente
ese abrazo.
Estos días
vuelven a aflorar las lágrimas. Las ves en las residencias y los imaginas en
domicilios, en retiro y sientes en lo más profundo de tu ser la soledad de
algunos. Una cruel angustia para unos familiares y amigos, y para ellos
nuestros ancianos, que puede que no se puedan despedir abrazándose, o agarrados
a una mano conocida.
Deseamos
que esto acabe cuanto antes para volver a las costumbres aceptadas, al progreso
que vivimos en occidente, a lo que se conoce. Sería de necios decir lo
contrario, a deseos de abrazos y besos incontenibles, justo lo que este virus te niega, lo que ahora queremos todos.
Aunque una
vez se preguntó que en qué consistía la normalidad. Sabiendo de sobra que no era la misma para él, su viejo, o personas que ven, sienten, y viven la vida bajo
otros parámetros tan alejados de la inmensa mayoría, dudaba si sabríamos
extraer, cuando todo pasase, alguna lección que aprender que nos hiciese
mejores, que nos enseñase a saber que es estar vivos. Y no sabía si este
confinamiento agarrado a la tecnología, teletrabajando de forma obsesiva,
distantes tan cerca unos de otros, nos permitiría en el espacio pequeño de
nuestras casas ser más humanos. Hablarnos más para tratar de entendernos.
La cítara
maravillosa del dios Apolo vuelve a sonar... ella pasa de largo... acaba la película.
Cambiamos al telediario y nos hablan de índices en la bolsa, de política,
de sucesos, guerras, de fútbol, del tiempo y no sé qué gaitas más.
Ojalá algún
día aprendamos a no estar tan obsesionados con la economía, con el trabajo,
el dinero, el ego, a saber llegar, a entender lo que es la bondad, a cómo amar y amarnos de verdad, a los nuestros y a los
unos y a los otros, como bien dijo y todavía nos cuesta aceptar y no entendemos, el Maestro.