martes, 24 de marzo de 2020

frío y soledad

Ponían "El tercer hombre" en un canal de televisión. A media mañana en invierno, la calefacción llevaba ya un par de horas puestas. La imagen de Harry Lime (Orson Welles) en un portal a oscuras de la Viena de postguerra saliendo con la música de fondo de la cítara de Anton Karas, momento crucial de la película, era su escena favorita. La película, con una fotografía excepcional en blanco y negro, trata la investigación de la desaparición de un amigo tras la guerra, por parte de un escritor, un triángulo, historia de amistad y traiciones, basada en una novela de Graham Greene.

Se había acercado, por repetido, un día más a ver y acompañar a sus padres. Ya aseado y vestido, senil, descansaba en su sillón a la espera de la comida.
Lo que sí sabía era que ni esta, ni Ciudadano Kane (otra de sus favoritas) hubiesen podido sacar de su estado a un anciano acurrucado, con la mirada fija inexpresiva al televisor, encogido en sus huesos salientes, tan cercano como sabía y sentía lo poco que quedaba.
Lo intentó.
Papá, mira tú escena favorita. ―dijo, levantando la mirada mientras dejaba de hojear una revista.
En otras ocasiones habría sacado alguna interjección de las suyas; ¡sensacional!, ¡fabuloso!, ¡qué maravilla!, ¡que bárbaro!, ¡ya no se hace cine como en los cuarenta y cincuenta!, o algo así parecido. Ese entusiasmo que siempre sacaba de dentro.
Esta vez no. Solo silencio. 
El envenenamiento del cóctel de medicinas que trataba de parar lo inevitable le había cambiado del todo.
Y en el fondo ya no era él.
Y tu madre dónde está. inquirió con su genio habitual, sabedor que su único asidero, refugio, era ella, su compañera de siempre. La que, con paciencia infinita, aguantaba y le cuidaba y le limpiaba a diario, entre broncas y abrazos, lágrimas que solo ellos sabían y compartían.

Haciendo la compra, contestó.
Tengo frío.
Sonó hiriente, gélido, reprochable, de abandono.
¿Te arropo?
No, no es ese tipo de frío. ―zanjó tajante sin dejar de ver las escenas por las alcantarillas vienesas.
Me falta calor humano.
Sus palabras penetraron como una daga afilada en lo más profundo.
Pero papá, que dices, si estamos contigo.
Saltó como un resorte y entre lágrimas se abrazó a él lo más fuerte que pudo.
Aún hoy siente ese abrazo.
Estos días vuelven a aflorar las lágrimas. Las ves en las residencias y los imaginas en domicilios, en retiro y sientes en lo más profundo de tu ser la soledad de algunos. Una cruel angustia para unos familiares y amigos, y para ellos nuestros ancianos, que puede que no se puedan despedir abrazándose, o agarrados a una mano conocida.
Asiendo, los que se ponen malitos, a ese final que tan sólo es frontera por un instante.
Esa falta de calor humano no era por su mujer, o hijos, que pueda que también, aunque en ciertas ocasiones existiese el reproche de si no se podría haber ido y hecho más. La convivencia por su carácter nunca fue fácil. Creo que era un sentimiento más profundo. Pura impotencia de navegar a contracorriente toda la vida. De estar permanentemente cabreado con el mundo, de sentirse tan incomprendido cómo alejado de lo que veía y no le gustaba, tan diferente. De vivir en cierto modo como un ermitaño, refugiado, a salvo en su habitación, en el arte, en la creatividad, por no adaptarse a esta sociedad capitalista (therión salvaje) de consumo. La que tanto criticaba.
Deseamos que esto acabe cuanto antes para volver a las costumbres aceptadas, al progreso que vivimos en occidente, a lo que se conoce. Sería de necios decir lo contrario, a deseos de abrazos y besos incontenibles, justo lo que este virus te niega, lo que ahora queremos todos.
Aunque una vez se preguntó que en qué consistía la normalidad. Sabiendo de sobra que no era la misma para él, su viejo, o personas que ven, sienten, y viven la vida bajo otros parámetros tan alejados de la inmensa mayoría, dudaba si sabríamos extraer, cuando todo pasase, alguna lección que aprender que nos hiciese mejores, que nos enseñase a saber que es estar vivos. Y no sabía si este confinamiento agarrado a la tecnología, teletrabajando de forma obsesiva, distantes tan cerca unos de otros, nos permitiría en el espacio pequeño de nuestras casas ser más humanos. Hablarnos más para tratar de entendernos.
La mesa ya estaba puesta, le ayudamos a levantarse y sentarlo en el comedor. En la tele se veía a Joseph Cotten (Holly Martins) en la Alameda del cementerio apoyado en un carro en espera para hablar con la chica de la que se había enamorado (la que era novia de su amigo). A lo lejos la ve acercarse andando en un encuadre visual con los esbeltos árboles meciéndose a ambos lados mientras caen suavemente sus hojas otoñales.
La cítara maravillosa del dios Apolo vuelve a sonar... ella pasa de largo... acaba la película.
Cambiamos al telediario y nos hablan de índices en la bolsa, de política, de sucesos, guerras, de fútbol, del tiempo y no sé qué gaitas más.
Ojalá algún día aprendamos a no estar tan obsesionados con la economía, con el trabajo, el dinero, el ego, a saber llegar, a entender lo que es la bondad, a cómo amar y amarnos de verdad, a los nuestros y a los unos y a los otros, como bien dijo y todavía nos cuesta aceptar y no entendemos, el Maestro.



miércoles, 4 de marzo de 2020

ojos cerrados que viajan

Recorríamos la calle Martín Machío de camino al colegio. Eran los años setenta. En la lechería se envolvía de papel de estraza el donut del recreo, y aún recuerdo la colección de cromos de perros del álbum de panrico. Un alano español, un pastor alemán y un cocker spaniel inglés, salían en la portada.

Al final del barrio había una casa unifamiliar con una parcela vallada a media altura, en piedra y rejería de hierro. El pastor alemán (que había saltado de la portada del álbum) nos saludaba todos los días recorriendo el lado largo de la finca, ladrando, moviendo el rabo con inusitada fuerza demostrando su alegría, deseándonos, sin duda, un feliz día.

También por aquellos años, en verano, un perro solitario de ojos azules color canela marchaba en libertad con paso decidido, hocico alto y orejas prestas por el paseo marítimo. Acodado en la barandilla del apartamento vacacional, mi padre le observaba en agosto en su rutina diaria. Un día bajó para forzar un encuentro casual y averiguar sus intenciones:

“Sus ojos azules, eran de un azul no encontrado por mí en lugar alguno, su fijeza en la mirada, su dulzura, su quietud e interés me hicieron temblar ¡toda una descarga! Cuando reaccioné me dieron ganas de ir tras él, pararle y decir… por favor cuéntame tu vida…”

Ellos estaban de pie con sus trajes blancos y escafandras. Eran dos. Mi hermano, sereno, sentado al borde de la cama me tranquilizó cuando desperté. Ha pasado casi medio siglo de aquello. Nunca más comentamos esa vivencia hasta hace unos días, cuando paseando volvimos a nuestras calles de infancia.

—¿Te acuerdas de los astronautas que vimos cuando éramos pequeños? —me comentó mientras mirábamos el balcón. La casa, era de las pocas que aún permanecía en pie, en un barrio que, pese a renovar una a una sus casas, no perdía su idiosincrasia, tan fiel a nuestros recuerdos de infancia.

—Claro, como no acordarme. La luz del baño siempre se quedaba encendida de noche y los viajeros del tiempo nos observaban. —le respondí con toda la naturalidad que uno puede de algo vivido por ambos, o inventado, pero recordado y real, “déjá vu” impreso en la nube de nuestra memoria.

¿Y del pastor alemán que nos faltaba para acabar la colección y que no nos salía? Le pregunte al pasar por la calle de la lechería.

—¡Ah ya! teníamos un álbum repetido y recortamos el que salía en la portada para poder acabar la colección, recordó entre risas.

Otros tusos forman parte de este viaje. El chucho, recuerdo lejano de postguerra, se llamaba Fly y lo adoptaron como uno más en la familia. Un hibrido bastardo (volador que no ladrador) mitad pastor alemán, mitad labrador, había heredado un precioso color parduzco. Seguía un hábito diario. Subía los seis pisos por la escalera, llamaba con su pata delantera a la puerta de la casa familiar para que le abrieran, y sin más, se recostaba bajo un arcón de caoba a la espera de algún alimento. Satisfecho su apetito volvía a golpear con su pata indicando que la visita había concluido.

El último, el único que vive, es un labrador canela en otra vivienda unifamiliar que sobrevive a día de hoy en la calle de lis, simple y bella. Desconozco su nombre. En el recreo del colegio un chaval adolescente tardío, le visita, saluda y se comunica, tratando, aunque todavía no lo comprenda, de entender la belleza, pureza inocente, que se esconde tras la soledad.

Busco elogiar a los mismos. A los canes, al pastor alemán del álbum y al de ojos aturquesados playero, al volador y al labrador, a los observadores: Los cosmonautas del futuro (a contratiempo) y los individuos que se comunican de verdad. 

Esas miradas con ojos cerrados que viajan, puestas en el todo, son el poeta solitario que escribe, no como una ambición o deseo, sino como la manera intencional de ser, que diría Pessoa, que responde al precio incalculable que hay que pagar la soledad misma para sentir, en esta ergástula en la que vivimos, lo que es la libertad.


Artista: Peter Broderick
Álbum: Piano Cloud Series
Canción: Eyes closed and travelling