Recorríamos la calle Martín Machío de camino al colegio. Eran los años setenta. En la lechería se envolvía de papel de estraza el donut del recreo, y aún recuerdo la colección de cromos de perros del álbum de panrico. Un alano español, un pastor alemán y un cocker spaniel inglés, salían en la portada.
Al final del barrio había una casa unifamiliar con una parcela vallada a media altura, en piedra y rejería de hierro. El pastor alemán (que había saltado de la portada del álbum) nos saludaba todos los días recorriendo el lado largo de la finca, ladrando, moviendo el rabo con inusitada fuerza demostrando su alegría, deseándonos, sin duda, un feliz día.
También por aquellos años, en verano, un perro solitario de ojos azules color canela marchaba en libertad con paso decidido, hocico alto y orejas prestas por el paseo marítimo. Acodado en la barandilla del apartamento vacacional, mi padre le observaba en agosto en su rutina diaria. Un día bajó para forzar un encuentro casual y averiguar sus intenciones:
“Sus ojos azules, eran de un azul no encontrado por mí en lugar alguno, su fijeza en la mirada, su dulzura, su quietud e interés me hicieron temblar ¡toda una descarga! Cuando reaccioné me dieron ganas de ir tras él, pararle y decir… por favor cuéntame tu vida…”
Ellos estaban de pie con sus trajes blancos y escafandras. Eran dos. Mi hermano, sereno, sentado al borde de la cama me tranquilizó cuando desperté. Ha pasado casi medio siglo de aquello. Nunca más comentamos esa vivencia hasta hace unos días, cuando paseando volvimos a nuestras calles de infancia.
—¿Te acuerdas de los astronautas que vimos cuando éramos pequeños? —me comentó mientras mirábamos el balcón. La casa, era de las pocas que aún permanecía en pie, en un barrio que, pese a renovar una a una sus casas, no perdía su idiosincrasia, tan fiel a nuestros recuerdos de infancia.
—Claro, como no acordarme. La luz del baño siempre se quedaba encendida de noche y los viajeros del tiempo nos observaban. —le respondí con toda la naturalidad que uno puede de algo vivido por ambos, o inventado, pero recordado y real, “déjá vu” impreso en la nube de nuestra memoria.
—¿Y del pastor alemán que nos faltaba para acabar la colección y que no nos salía? Le pregunte al pasar por la calle de la lechería.
Otros tusos forman parte de este viaje. El chucho, recuerdo lejano de postguerra, se llamaba Fly y lo adoptaron como uno más en la familia. Un hibrido bastardo (volador que no ladrador) mitad pastor alemán, mitad labrador, había heredado un precioso color parduzco. Seguía un hábito diario. Subía los seis pisos por la escalera, llamaba con su pata delantera a la puerta de la casa familiar para que le abrieran, y sin más, se recostaba bajo un arcón de caoba a la espera de algún alimento. Satisfecho su apetito volvía a golpear con su pata indicando que la visita había concluido.
El último, el único que vive, es un labrador canela en otra vivienda unifamiliar que sobrevive a día de hoy en la calle de lis, simple y bella. Desconozco su nombre. En el recreo del colegio un chaval adolescente tardío, le visita, saluda y se comunica, tratando, aunque todavía no lo comprenda, de entender la belleza, pureza inocente, que se esconde tras la soledad.
Busco elogiar a los mismos. A los canes, al pastor alemán del álbum y al de ojos aturquesados playero, al volador y al labrador, a los observadores: Los cosmonautas del futuro (a contratiempo) y los individuos que se comunican de verdad.
Esas miradas con ojos cerrados que viajan, puestas en el todo, son el poeta solitario que escribe, no como una ambición o deseo, sino como la manera intencional de ser, que diría Pessoa, que responde al precio incalculable que hay que pagar —la soledad misma— para sentir, en esta ergástula en la que vivimos, lo que es la libertad.
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