martes, 19 de diciembre de 2017

Los algoritmos no tienen colesterol

Nuestras  vidas planteadas como un algoritmo —por aquello de hacer lo correcto y no parecer idiotas— nos muestran un inquietante diagrama de flujos. Flechas que cambian de dirección e indican una secuencia de actuaciones persiguiendo objetivos, que seguramente no buenos platos.

He de decir que lo verdaderamente  inquietante son las flechas. Esa sucesión de unos y ceros binarios de estados contrapuestos, que se combinan para dar forma a una realidad, me temo, que impuesta. Recetas con pasos sucesivos bien ordenados y finitos, qué de momento —con algo de ritmo— avanzan a duras penas desplazándose entre  síes y noes, distando mucho de saber lo que es un buen plato, lo que cocinamos y nos comemos, en todos los sentidos, pudiera ser que más bien nos enferme. Veamos:


—¿Está bien sazonado?
—No.
—¿Lo has sazonado?
—Si.
—¿Le has echado perejil?
—Si.
—¿Has acabado el plato?
—Si.
—¿Es un buen plato?
—Si.

Mucho de lo que debería ser en esta vida se podría lograr si se rehiciesen las preguntas de forma adecuada, al fin y al cabo, los algoritmos —los muy binarios— sólo saben decir si o no y parece ser que como están bien programados, computacionalmente, operan y amenazan con sustituirnos por aquello de  dejar empequeñecida, hecha añicos, nuestra actual y asombrosa capacidad procesadora, en la que por cierto nuestra debilidad, imperfección y estupidez nos hace maravillosamente humanos:

—¿Está bien sazonado?
—No.
—¿Lo has sazonado?
—No.
—¿Le has echado perejil?
—Si.
—¿Has acabado el plato?
—Si.
—¿Es un buen plato?
—No. 
                                

Pero no nos equivoquemos, aunque sea tan sólo porque sazonado bien un plato, este, aun bueno, no nos convenga lo malo o lo bueno, quien sabe es que los algoritmos (que no nosotros) cada día recopilan más información y no necesitan dar explicaciones. Contestan y empezamos a afirmar que piensan cada día más programados, aunque no nos gusten las respuestas. 

Las preguntas, porque hasta ahora somos nosotros los que procesamos la información, nos las seguimos haciendo nosotros y podemos hasta pasar de contestar con un escueto si o no. Creo que lo llamamos conciencia:


—¿Está bien sazonado?
—No.
—¿Lo has sazonado?
—No.
—¿Porque le falta sal?
—Si
—¿Lo vas a sazonar?
—No.
—¿Es porque tengo colesterol?
—Si.
—¿Le has echado perejil?
—Si.
—¿Has acabado el plato?
—Si.
—¿Es un buen plato?
—No.
—¿Serás cabrón?
—Si.
—¿Pero velas por mi salud?
—Hago lo que puedo.

sábado, 9 de diciembre de 2017

custodias

No había mayor dicha que llegar al pueblo de vacaciones. Salía disparado para inspeccionar el viejo hogar de los abuelos y comprobar que el tiempo seguía detenido. 

Si se llegaba a mediodía por la escalera empinada subida de dos en dos ya olía a comida. En el recibidor, saludando, el paragüero perchero y los sillones cordados resistían impávidos, tan ausentes de gabardinas, sombreros y visitas. Enfrente el tapiz beige de ciervos, debajo el sillón de mimbre. El suelo ajedrezado invitando a saltar, los techos muy altos y el distribuidor ancho, dejaban respirar.  

A la izquierda, el salón comedor con su mesa camilla de siestas de brasero y orejón. El mirador con sus persianas venecianas delicadas dando al jardín del tropezón. El recio comedor de madera noble, la vitrina y el aparador con algún cajón que otro bajo llave. 

Un Sagrado Corazón creo que bendecido acompañado de una bandeja de plata con la Santa Cena y por supuesto, el reloj de pared de péndulo, que imperturbable, seguía marcando las horas con la solemnidad impasible del tiempo.

Del vestíbulo a la derecha el lucernario inundaba de luz el corredor siempre descubierto con cuidado de no romper las cuerdas, sólo cubierto con una lona naranja corrediza los días de mucho calor. 

El dormitorio principal con una puerta de palillería y tela bermellón tenía un pequeño cristal roto. Un pequeño ventanuco —¿se utilizó alguna vez?— comunicaba la habitación con la alacena. 

La cocina con una fuente extraña tipo surtidor —¿o me lo estaré imaginando?  se abría a una habitación, la de la plancha, iluminada tenuemente por un pequeño farolillo con tulipa de cristal, donde comíamos cuando éramos pocos. Un par de escalones daban a una terraza con instrucciones tajantes sobre todo en verano de evitar dejar la puerta abierta por si se colaban los gatos. 

El baño algo atascado, la bañera con un grifo anudado con un trapo de tela para que no gotease años más tarde inmortalizado en un cuadro, y enfrente, una inquietante pequeña habitación sin ventanas trasteada de enseres.

La abuela gobernaba la casa con instrucciones precisas desde su cuartel de mando en la cocina. Se levantaba temprano, molía el café y depositaba con cuidado cada grano molido en la cafetera con precisión milimétrica.

Avanzada la mañana de la “pringá” del cocido, pero sobre todo de jamón y huevo, salían sus croquetas. El género se cuidaba: El pan recién rallado y tamizado de restos de otros días, de pueblo, de pura hogaza, de Modesto. Los huevos para el relleno y rebozado de corral de la pequeña frutería de la esquina de Manolo, que también vendía pollos. La leche en cántaras de latón, con su nata cuajada en superficie, ligando la salsa bechamel, con una textura fina agrupando ingredientes. El tamaño y la forma geométrica de las croquetas, idénticas, perfectas.

Rapaces, los primos, entre juegos y correrías, desplegábamos las alas incursionando hipnotizados al olor a fritura por si pillábamos algo. Inútil misión:

—Somos doce, hay sesenta croquetas, caemos a cinco croquetas cada uno...

La abuela cocinaba, contaba y custodiaba las croquetas.

Con las albóndigas de pescado o los boquerones en ramilletes pasaba lo mismo. Estos últimos una vez bien limpios y sazonados los enlazaba con mimo, de cinco en cinco. enharinaba y freía en abundante aceite de oliva. De exposición, y tocábamos a cinco. Si éramos diez, pues eso, cincuenta boquerones:

—Somos diez, hay cincuenta boquerones, caemos a cinco boquerones cada uno...

La abuela cocinaba, contaba y custodiaba albóndigas y boquerones.

Por las tardes en la sobremesa la hora de la novela era suya. Los aromas tostados anunciaban cafés recién hechos y sentada en su sillón arropada por la falda camilla a los pocos segundos roncaba al cielo, satisfecha del deber cumplido. La merienda su siguiente parada.

Las magdalenas se las llevaban en unas tablas, de docena en docena para hornear, supongo, a la panadería de Modesto. Ideaba como hacerme con la llave del aparador que guardaba celosamente las magdalenas recién hechas. Me la imaginaba —nunca lo supe— colgada al cuello, como las amas de llaves de las películas antiguas y siendo el único momento que bajaba la guardia, maquinaba arriesgadas, difíciles y sigilosas misiones de rescate. 

La abuela en esas fugaces cabezadas después de comer susurraba en sueños y seguro contaba magdalenas:

—Somos diez, hay dos docenas de magdalenas, caemos a dos con cinco magdalenas cada uno...

viernes, 8 de diciembre de 2017

timbres

Toda obra de arte manifiesta que ha sido hecha por un ser humano para otro ser humano. El arte es humanidad hecha oficio, el resto esclavitud”
Willian Richard Lethaby

Eso ya lo ha hecho Lucio. Me lo dijo con firmeza, tajante, sin queja, dando por zanjado un camino embarcado, ya explorado por otro, mientras rebuscaba un número de la revista de arte Guadalimar de principio de los ochenta. Me mostraba con sana envidia si es que esta existe imágenes y obras del taller del pintor Lucio Muñoz.

 —¿Pero si es muy bueno? Le dije. —Si, pero lo que yo hago, ya lo hace él.

Ese camino tan desligado de lo tangible, tan hermoso y potente, de maderas estructuradas, pegadas, lijadas, oscurecidas, matizadas, quemadas, de tonos y sabor a veladuras donde más que los pinceles, lo que adivinabas, porque lo veías, era todo ese esfuerzo, toda esa lucha titánica, mistérica, por transmitir algo más, debería encontrarlo por otras vías.

No, no creo que haya más honestidad que buscar tu propio camino, singularizar al máximo tu expresión hasta hacerla única, lograr que tu propio aprendizaje inexplorado se represente en tu sello de identidad.

No es fácil apartarte de quien ya ha dibujado y trazado caminos parejos, al fin y al cabo, posiblemente, lo único que sepamos hacer desde siempre, sea copiar, traducir e interpretar a nuestra manera lo que ya han hecho otros, lo que yo llamo babelia de cognados.

Esta reflexión viene al caso tras pasarme ayer por la fundación March, donde vi tantas exposiciones en los ochenta: Malevisch, Klee, Rothko, Kandinsky,… La actual del movimiento “Arts & Crafts”, de Willian Morris y compañía, tan arquitectónica y cuidadosa, (lo mayor y lo menor) artesana, me hizo detener ante la cita de arriba. Ese placer en el trabajo, por el trabajo, por el oficio —que palabra tan bella y desprestigiada— hecho arte, donde lo ocupado, se detiene, tan digno y lejos de lo deshumanizado y tecnológico, de lo maquinado y mecanizado. De las prisas.

A la tarde emergía con la familia como una hormiga más por la Gran Vía. Cómo si saliésemos por estas fechas de una hibernación absurda que mereciese con premura agenciarnos de género, para lo que se nos avecina en unos días. Muchas o pocas luces según se mire, sólo veía mucha humanidad apretujada, deshumanizada, otros oficios que ahora se llaman trabajos, seguramente mal remunerados, para grandes beneficios de grandes marcas, reclamos, consumo, miles de cajas registradoras, luces de neón y led, y ruido, mucho ruido:

Esclavitud.

Al igual que Morris él sabía que el acto creativo le producía y producía, el mayor de los placeres. Sus manos tan artesanas, educadas y formadas —era un dibujante excepcional— hacía ya tiempo que se habían desviado de lo figurativo. Era como si una vez más se hubiese demostrado a si mismo que pudiendo realizar lo que se propusiese, se obligase a avanzar más allá, y aunque le fascinase lo abstracto, seguía siendo cuidadoso en los detalles, equilibrado y humanizado, —tan hecho por un ser humano para otro ser humano—libre y orgulloso que su obra procuraba esa satisfacción, que era por lo que vivía, que no era otra cosa que el timbre propio de su creación.

El arte, como dice Lethaby, es humanidad hecha oficio, el resto, aunque no lo sepamos, esclavitud.