Los ángeles derraman lágrimas de neutrinos de núcleos de estrellas, a veces de alegría, otras de tristeza, que nos atraviesan noche y día y no vemos. Reacciones imposibles en la naturaleza que sin desintegrar podríamos, si no atrapar, sentir su discurrir.
Vino hace unos días cuando mi mente decidió escuchar musas al yacer en una noche calurosa del mes de junio. Sonó primero “Ángel eyes” después “Within the house of night” y un último recuerdo desvanecido que al cerrar los ojos despediría el día: “Zaduma”.
Si hubo tres palabras y tres puertos, el azar (la raíz de las coincidencias) me regalaría tres melodías, baladas de ángeles mirándome, permutadas en la noche, intercaladas y ensoñadas.
Y aunque aún no lo apreciásemos cómo metanoias (puentes de comunicación) con el Pleroma, el Brahman, la Mente Universal, o cómo lo quieras y sientas llamar, expresaron que algún día cuando sepamos fusionar (unificar) nuestra naturaleza perceptiva, sensorial y mental hacia el bien común, viviremos en mundos nuevos, sin duda, mejores que los soñados...
1
Ángel Eyes
Ballad Essentials
Gene Harris
...tres
partículas elementales de tres neutrinos sonoros, tres permutaciones
intercambiables de tres puertos neutrales seguros, porque si un helióstato
reorienta un haz de luz, desde el infinito también en la noche se difunden misterios que nos hacen meditar y compartir lo descubierto…
2
Within the house
of night
Permutation
Enrico
Pieranunzi
...soñar despiertos, embelesados, ver sus humedecidos ojos e imaginar, pretender que, al descansar y dormir, un reguero de gotas resbaladas instruidas, a tu Ser te hablen, y comuniquen secretos, conocimientos, para de seguido sin parar proseguir recorridos infinitos y eternos...
Tras el temblor marino los límites orográficos descubrirían si modificado
sus contornos, los relieves de nuestras vidas permanecerían fieles a nuestros
recuerdos del pasado.
La amplitud en el tiempo se había estrechado, y la humanidad fue levantada de súbito, y la perturbación de la superficie, alterada,
sin tiempo de reacción, alcanzó a demasiados estados. Una forma de distanciamiento que en el fondo es aislamiento para evitar la
posibilidad de contagiar y seguir transmitiendo lo portado.
No fue un desplazamiento físico horizontal, todo lo contrario, nos
sentimos como corchos (barcos de papel) elevados, recluidos, maremoto montado a
lomos de una onda, que sin desplazarse a través del espacio, propagada, esperaría
su momento para descender y acabar, en parte orillada en el borde de playas
conocidas, no se sabe muy bien si llevándose por delante cuanto encontrase.
No podrán decir lo mismo, en cierto modo los sacrificados, los que se
han ido en la sacudida.
De momento la hecatombe no deja revelar si nos devolverá mejores. Si iniciado su descenso a como estábamos antes, y quién sabe si agazapado tras este interludio, el envite más adelante de pendientes más o menos pronunciadas que nos volviera a
escalar, nos coja preparados.
Pero me vuelvo al inicio a esa incertidumbre a gestionar, fundamentalmente al
pináculo de hervores máximo y al supuesto final inicio de este escrito, adelanto e indigestión
manufacturada, todas hechas por nosotros, resultado de comportamientos
y modos de entender nuestra existencia.
La mezcla ha sido apoteósica, comprimida y expuesta, de excesivo ruido, de aplausos, de
grajeas prensadas en apenas unos metros cuadrados sacando posiblemente, como no
podría ser de otra manera, todo lo mejor y todo lo peor que seamos capaz de
portar.
El impulso inicial vino (no escapado) a escribir “frío y soledad”, venía precedido de las historias de nuestros mayores, de nuestros tíos Ceferinos, un anticipo de un final ya
pasado no menos dramático que el que hemos vivido de un anciano muy cercano
en el que reflejarse. Un gris diluido invita a pararte en otros escritos, veinte para ser exactos, de premoniciones, estímulos o avances, resumen
de un transporte —energía— de la que poder aprender algo.
Quizás sea lo más
importante escrito, tan resumido en su título, tan latente de fondo, que nos
obliga, lejos de mirarnos a nosotros mismos, una vez más a buscar fuera esa dejación que busca responsables que carguen y
respondan por nosotros de lo que ocurra.
Después los siete días de abril: La elevación del confinamiento. Enfoques distintos
y alejados de la indigestión, la reivindicación de nuestra naturaleza de luz,
de la separabilidad del ego cogidos de la mano, las dosis de humildad frente a lo desconocido,
recordatorio de datos tan cercanos y dolorosos de congéneres nuestros en el
mundo, de la esperanza a devolvernos mejores a cómo nos han soñado, de la
reivindicación de la cultura, de puertos unificando lo externo, lo
corpóreo y lo mental.
Iniciada la bajada por el tobogán rumbo a algún sesgo cabal traspasado la cresta de hurones y
mohicanos, que es decir, de gobernantes y opositores dilucidando si la foto finish les
otorga algún tipo de responsabilidad, de achicar aguas entre todos, de delicadezas y tormentas enfurecidas con baquetas de varillas en círculo acompasando ritmos,
percusiones, de lentitud sentida y por último de valles, boleros cuatro por
cuatro, infinitos de amor, el tenso sosiego.
Los cien bueyes de los sacrificios (la hecatombe) nos recuerda los daños
colaterales y explícitos.
Si los dioses existen, se calmarán o no. La madre
naturaleza —la Gaia pensante auto regulada—, dirá basta o
no. El ser humano aprenderá algo o no, seguirá
indigestado o no, y desde arriba colmado su apetito de ofrendas donde expiar esta especie de faltas —estados—, seguirán observando cómo nos enderezamos absueltos,
o cómo, si no hemos entendido nada, seguiremos doblados, sin poder abrazarnos, arrodillados
ante la vergüenza, si lo vivido es sólo un intermedio entre actos y se asemeje a la locura
de un sacrificio o esconda alguna razón de ser
que aun no acertemos a comprender.
Compositor: Manuel María Ponce Obra para piano: Intermezzo No.1 en E menor Intérprete: Lang Lang