Tras el temblor marino los límites orográficos descubrirían si modificado sus contornos, los relieves de nuestras vidas permanecerían fieles a nuestros recuerdos del pasado.
La amplitud en el tiempo se había estrechado, y la humanidad fue levantada de súbito, y la perturbación de la superficie, alterada, sin tiempo de reacción, alcanzó a demasiados estados. Una forma de distanciamiento que en el fondo es aislamiento para evitar la posibilidad de contagiar y seguir transmitiendo lo portado.
No fue un desplazamiento físico horizontal, todo lo contrario, nos sentimos como corchos (barcos de papel) elevados, recluidos, maremoto montado a lomos de una onda, que sin desplazarse a través del espacio, propagada, esperaría su momento para descender y acabar, en parte orillada en el borde de playas conocidas, no se sabe muy bien si llevándose por delante cuanto encontrase.
No podrán decir lo mismo, en cierto modo los sacrificados, los que se han ido en la sacudida.
De momento la hecatombe no deja revelar si nos devolverá mejores. Si iniciado su descenso a como estábamos antes, y quién sabe si agazapado tras este interludio, el envite más adelante de pendientes más o menos pronunciadas que nos volviera a escalar, nos coja preparados.
Pero me vuelvo al inicio a esa incertidumbre a gestionar, fundamentalmente al pináculo de hervores máximo y al supuesto final inicio de este escrito, adelanto e indigestión manufacturada, todas hechas por nosotros, resultado de comportamientos y modos de entender nuestra existencia.
La mezcla ha sido apoteósica, comprimida y expuesta, de excesivo ruido, de aplausos, de grajeas prensadas en apenas unos metros cuadrados sacando posiblemente, como no podría ser de otra manera, todo lo mejor y todo lo peor que seamos capaz de portar.
El impulso inicial vino (no escapado) a escribir “frío y soledad”, venía precedido de las historias de nuestros mayores, de nuestros tíos Ceferinos, un anticipo de un final ya pasado no menos dramático que el que hemos vivido de un anciano muy cercano en el que reflejarse. Un gris diluido invita a pararte en otros escritos, veinte para ser exactos, de premoniciones, estímulos o avances, resumen de un transporte —energía— de la que poder aprender algo.
Quizás sea lo más importante escrito, tan resumido en su título, tan latente de fondo, que nos obliga, lejos de mirarnos a nosotros mismos, una vez más a buscar fuera esa dejación que busca responsables que carguen y respondan por nosotros de lo que ocurra.
Después los siete días de abril: La elevación del confinamiento. Enfoques distintos y alejados de la indigestión, la reivindicación de nuestra naturaleza de luz, de la separabilidad del ego cogidos de la mano, las dosis de humildad frente a lo desconocido, recordatorio de datos tan cercanos y dolorosos de congéneres nuestros en el mundo, de la esperanza a devolvernos mejores a cómo nos han soñado, de la reivindicación de la cultura, de puertos unificando lo externo, lo corpóreo y lo mental.
Iniciada la bajada por el tobogán rumbo a algún sesgo cabal traspasado la cresta de hurones y mohicanos, que es decir, de gobernantes y opositores dilucidando si la foto finish les otorga algún tipo de responsabilidad, de achicar aguas entre todos, de delicadezas y tormentas enfurecidas con baquetas de varillas en círculo acompasando ritmos, percusiones, de lentitud sentida y por último de valles, boleros cuatro por cuatro, infinitos de amor, el tenso sosiego.
Los cien bueyes de los sacrificios (la hecatombe) nos recuerda los daños colaterales y explícitos.
Si los dioses existen, se calmarán o no. La madre naturaleza —la Gaia pensante auto regulada—, dirá basta o no. El ser humano aprenderá algo o no, seguirá indigestado o no, y desde arriba colmado su apetito de ofrendas donde expiar esta especie de faltas —estados—, seguirán observando cómo nos enderezamos absueltos, o cómo, si no hemos entendido nada, seguiremos doblados, sin poder abrazarnos, arrodillados ante la vergüenza, si lo vivido es sólo un intermedio entre actos y se asemeje a la locura de un sacrificio o esconda alguna razón de ser que aun no acertemos a comprender.
Obra para piano: Intermezzo No.1 en E menor
Intérprete: Lang Lang
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