martes, 21 de enero de 2020

la silla y la encina

“Cuando un hombre planta arboles a cuya sombra sabe que nunca habrá de sentarse, ha comenzado a entender el sentido de la vida”
Elton Trueblood

El ágape era en ese majadal de sus sueños.

La familia se reunía en vacaciones y el día de campo (frente a los restos en ruina de una pequeña casa de siglo pasado en una finca familiar) rodeada de vegetación y chaparros, alimentando leños para la quema, era el sitio escogido.

Cargaban los coches con risas, banquetas y mesas plegables, con la parrilla, de chacinas ibéricas y bollos blancos de corteza y miga contundentes, de tintos, birras y refrescos para adultos y chavales.

Hasta la creación de las brasas, preparación del convite, la familia se dividía entre breves incursiones por las lomas y arroyos de siempre y juegos de pelota perturbando de alegría el silencio, de humos (presagio de asados) el aire puro a esencias de tomillo.

La fauna contenía la respiración a refugio en sitios imposibles de ver y se inmortalizaban fotos de pastos y encinas, como si el sosiego prístino de la dehesa lo permitiese por esperar con dicha y reconocer a los suyos de cada año.

Experimentar la verdadera identidad era abrazar en un todo la realidad existente.

Una de las sillas infantiles de pupitre del abuelo (que fue maestro) guardadas en el altillo, de hierro, forrada en verde, se dejó acercar a una encina resultado de algún juego no conocido.

Solitaria, su mirada objetiva capturó otro instante más en la memoria tecnológica de su móvil. La que cada día ordenamos menos y exponemos más.

A la sombra aun no siendo verano la encina y la silla sé reconocieron ambas invitando a descansar y a algo más...

—¿Quién te plantó y que edad tienes? —preguntó, con curiosidad la silla viendo la robustez del árbol.
—Fue el tiempo, el viento y el agua. La semilla de la bellota se sembró, germiné, fui de joven arbusto y muchos años me contemplan.
—¿Y tú porqué eres tan pequeña? —interrogó, la encina a la silla.
—Me hicieron pequeña porque viví en un aula de un colegio y eran los niños los que se sentaban en sus estudios.
—¿Y ya no vienen?
—No, ahora tengo otra vida. El colegio se cerró hace ya muchos años. Yo me salvé y vivo en una cámara de una casa rodeada de trastos viejos. La familia se acuerda de mi cuando venimos al campo porque ocupo poco y aguanto sus cansancios.

Al inicio del año pasadas las vacaciones, por breve tiempo, la imagen se dejó ver en el perfil del móvil con la vista a sus contactos. Coincidió que su trabajo había cesado, momentáneamente, una vez más.

Se identificó con ambos, con la solitaria y pequeña silla, y con la robusta y centenaria encina.

Su psique, desde experiencias no siempre expresables, y su percepción penetrante anunciaban nuevas situaciones al inicio de una nueva década.

La semilla plantada del centenario árbol por la vida, el proceso educativo de su infancia, donde una silla invitaba a continuar formándose en esa misma vida,  
la simetría de las sílabas de su “nick” que hace tiempo le indicó un camino, le hacían entender un conocimiento profundo de la realidad, donde la información y la conciencia, la conciencia y la información, se unían, y tal y cómo se expresó en forma de deseo hacía poco más de un año se revelaba y continuaba:

"Pues solo quien es limpio siendo amigo de lo auténtico puede ver lo infinito existente en cada ángulo observable de nuestra percepción"

Y sintió que a lo mejor su única misión importante en vida, aun incomprendida y llena de dificultades, fuese difundir, por comenzar a entender, el sentido de esa misma vida.


"Lo real no comienza; solo se revela a sí mismo como sin comienzo y sin fin, omnipenetrante, todo poderoso, primer motor inmutable, atemporal, sin cambio"
 Nisargadatta
                                                               
la silla y la encina