Manjares, delicias, exquisiteces,
alimentos. Los programas de cocina abundan. Es como un salto cualitativo que,
de un tiempo a esta parte, televisivamente (que es como decir inductivamente)
nos indican que pasemos de comer (como necesidad vital para subsistir) a
demostrarnos, que hay que disfrutar de otra manera, comiendo. La ambrosía de
los dioses tiene su homónima, su copia imperfecta en el disfrute sensorial
terrenal. No nos bastará. Ellos seguirán siendo inmortales y nosotros
cumpliremos ciclo. Eso si, a este ritmo, todos esferificando burbujas a baja temperatura con espumosos néctares en sifones,
deconstruyendo nuestro gozo y deleite, derritiéndonos.
Volviendo a la necesidad vital, en
un atiborrado supermercado de alimentos y de carritos rebosantes donde
bulliciosas personas se atrincheraban de todo, entre ese desorden ordenado de
personas y género, atisbe a un anciano. Posiblemente por una artritis avanzada su posición perpendicular entre tronco y piernas no pasaba desapercibida. Se
apoyaba de una mano en un carro de la compra personal, de la otra, su fiel
garrota. Cómo un ciclista, pero sin su medio, el cuello erguía una canosa
cabeza oteando existencias a llevar. Su figura tragicómica, acompañada de
bermudas y unos calcetines hasta la rodilla, enternecía. Su carro sólo buscaba
necesidades vitales, y a pesar de todo se desenvolvía más ágil y diestro que
una ardilla.
Si la vida es un juego melodramático
donde atrapamos energía para perpetuarnos generacionalmente, esta broma “iocus”
donde metafóricamente, a pesar de alimentarnos, nos carcomemos y apolillamos,
enfermamos y envejecemos, esa energía, esa ambrosía sensorial explosión de
sabores que, parece ser, si tu bolsillo te lo permite o dispones de tiempo y
ganas por investigar, al alcance en occidente, inalcanzable en el tercer mundo,
sonroja.
Acabar con el hambre es una
obligación inexcusable del hombre, de momento, inexplicablemente inalcanzable.
Pero saltado este paso, de aprender a comer de nuestros padres, como una vuelta
de tuerca, nos aferramos al goce sensorial como si fuese otro único consuelo, otro
inalcanzable manjar de dioses, que tampoco, nos garantiza ni la inmortalidad
terrenal, ni la divinidad, sólo que, no sabiéndolo, de forma inconsciente para
hacer esto más llevadero, como la belleza, las artes, vitaminas para nuestro
Ser, lo intentamos.