No hay tiempo para leer a Borges, a Cortázar, a Rulfo y su tío Ceferino, a los campos del Duero de Machado. No hay veranos de Lorca, eternos, entre grillos y sombras por la tarde, ni a la caída de la tarde, ni en la noche eterna, salpicada de olores a alpechín.
Si hay tiempo, pérdida de tiempo, para virus que inoculan
miedos que se comprimen y se estiran, de titulares desmedidos cada minuto,
impactos del PIB, de bolsas que gotean noticias donde expertos de la nada
evalúan quien gana, cuánto gana, y quien pierde, cuánto pierde.
Y el único que pierde es el que se queda sin quien se fue
(entre otros) una poca mayoría de ancianitos estadísticos que vivieron
historias. Nadie se acordará de ellos, porque nunca quisimos acercarnos y
conocerlos, sólo los suyos que lloran la neumonía que se complicó y se los
llevó.
No hay tanto tiempo para leer a tantos, para escuchar la
nostalgia de nuestros tíos Ceferinos, los que nos contaban historias que nunca
vivimos. Sólo nos da tiempo, ahora nos lo dicen y recomiendan, para lavarnos
las manos, para evaluar en este absurdo mundo, como si fuese un juego, cuánto
perdemos y cuánto ganamos...
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