Los anillos crecían concéntricos. Orbitaban redondos anunciando ciclos, igual que la tierra curva al Sol: Caobas, pinos y abetos. Castaños, robles y encinas. Olmos, hayas y fresnos. Chopos, acebos y olivos. Y cedros, y otros, y más…
Balanceaban ramas y hojas, adornando parques, calles, veredas, caminos y alamedas. Y como bosques que buscan, regulaban climas, protegían suelos, reflejaban radiaciones de los duros estíos. Y cuando no, rebrotando maderas de entre espesuras quemadas, de semillas y simientes en espera, renacían.
Testigos arraigados emergían silenciosos, informando a los mundos superiores: Mater, la madera. Madre, la materia del árbol, verás, vemos la asimétrica insania del hombre, su indiferencia, su voracidad, su inconsciente depredación, su egoísmo insolidario. Lo mucho que nos usan y transforman —que apreciamos— pero lo poco que nos cuidan y respetan.
Él, aún recuerda respirando las sabias palabras de su viejo, las que escribió dibujando abanicos y eran de San Juan de la Cruz: “El ventalle de los cedros aire daban” Pero las que también en su ironía, advertían de los peligros del hombre carnal. Y es que como decía: “Cuando los serruchos cantan, los árboles del bosque se apiñan para conjurar el peligro”
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