La pregunta directa recorrió el aforo. Pidió brevedad en las respuestas. Se abrió el turno:
—Mi familia, —mi vasito de vino comiendo, —recogerme en un templo, —meditar, —la siesta de los sábados, —mi huerto, —mi serie de televisión de los martes, —coger níscalos en otoño, —un enteógeno se atrevió a decir uno, —andar todos los días media hora…
La lista crecía todos tenían algo por lo que considerarlo. Las respuestas dibujaban un denominador común, fuera lo que fuese, era algo a proteger y considerado como suyo. Algo en cierto modo intocable.
Un axis mundi que ordenaba su caos.
Minutos después en la última fila del salón de actos un individuo se puso en pie. Fue el único que lo hizo. Midió los tiempos, después, su respuesta:
—El hueso sacro.
A continuación, un silencio. Todos volvieron la cabeza.
La ponente, un tanto sorprendida, se detuvo, le interrogó:
—¿Por qué lo considera usted?
Una voz serena y firme arrancó de su interior la respuesta, esa región inhabitada que conocía por ser el centro de su Ser:
—Hablo metafóricamente. Es cómo la dovela central del arco, la clave, la que transmite las cargas al suelo, la que soporta el peso, el que nos ayuda a mantenernos en pie, lo que, en la antigüedad, por valioso, lamentablemente, se ofrecía en sacrificio a los dioses. Nuestro orgullo cómo virtud, nuestro equilibrio por ser centro, la que permite a nuestro eje ser rectos, impecables, lo que nos permitió evolutivamente enderezarnos, nuestra resistencia ante la injusticia, pero por encima de todo, lo que nos diferencia, porque representa lo más sagrado que todos portamos dentro, lo único intocable:
Nuestra dignidad.
De nuevo un silencio,... un aplauso, dos, tres,... todo el aforo en pie…
La pregunta formulada era:
¿Qué es para usted lo más sagrado?
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