El tiempo se estratificó en capas de hojaldre y los palimpsestos descubrieron arqueologías existentes donde las cañas araron, otrora, paisajes inmarcesibles.
Como si las ciudades escondiesen cauces pretéritos, huellas, en espera de volver a lo que la naturaleza y el hombre habían modificado.
Hasta su rostro terso desentonaba, sin surcos fruncidos por años, alisado por cirugías, mostrando apariencias. La imposibilidad de querer recuperar y volver por donde ya se había pasado.
Ansiaba la sencillez de lo claro, por diáfano y brillante. Lo luminoso, por inmaculado y puro. Sin dobleces, ni pliegues.
Buscando esa realidad veraz, como si la vida pudiese olvidar, en su enredo, su capacidad transformadora.
Lo simple reclamando anteponerse a lo doble, las circunstancias trenzando lo complejo y lo que se pliega, complicando y confundiendo lo estructurado.
Donde lo sincero clamaba imponerse a las trápalas, que, tramadas por mentes, reescribiendo, dejaron hojas, flor-estes de otra verdad, que, aunque oculta, no se había marchitado.
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