No había mayor dicha que llegar
al pueblo de vacaciones. Salía disparado para inspeccionar el viejo hogar de
los abuelos y comprobar que el tiempo seguía detenido.
Si se llegaba a mediodía
por la escalera empinada subida de dos en dos ya olía a comida. En el
recibidor, saludando, el paragüero perchero y los sillones cordados resistían
impávidos, tan ausentes de gabardinas, sombreros y visitas. Enfrente el tapiz
beige de ciervos, debajo el sillón de mimbre. El suelo ajedrezado invitando a saltar, los techos muy altos
y el distribuidor ancho, dejaban respirar.
A la izquierda, el salón comedor con su mesa camilla de siestas de brasero y orejón. El mirador con sus persianas venecianas delicadas dando al jardín del tropezón. El recio comedor de madera noble, la vitrina y el
aparador con algún cajón que otro bajo llave.
Un Sagrado Corazón —creo que bendecido— acompañado de una bandeja de plata con la Santa Cena y por supuesto, el reloj
de pared de péndulo, que imperturbable, seguía marcando las horas con la solemnidad
impasible del tiempo.
Del vestíbulo a la derecha el
lucernario inundaba de luz el corredor siempre descubierto con cuidado de no
romper las cuerdas, sólo cubierto con una lona naranja corrediza los días de mucho
calor.
El dormitorio principal con una puerta de palillería y tela bermellón
tenía un pequeño cristal roto. Un pequeño ventanuco —¿se utilizó alguna vez?—
comunicaba la habitación con la alacena.
La cocina con una fuente extraña tipo
surtidor —¿o me lo estaré imaginando?— se abría a una habitación, la de la plancha, iluminada tenuemente por un pequeño
farolillo con tulipa de cristal, donde comíamos cuando éramos pocos. Un par de
escalones daban a una terraza con instrucciones tajantes sobre todo en verano de evitar
dejar la puerta abierta por si se colaban los gatos.
El baño algo atascado, la bañera con un grifo
anudado con un trapo de tela para que no gotease años más tarde inmortalizado
en un cuadro, y enfrente, una inquietante pequeña habitación sin ventanas trasteada de enseres.
La abuela gobernaba la casa con instrucciones precisas desde
su cuartel de mando en la cocina. Se levantaba temprano, molía el café y
depositaba con cuidado cada grano molido en la cafetera con precisión milimétrica.
Avanzada la mañana de la “pringá”
del cocido, pero sobre todo de jamón y huevo, salían sus croquetas. El género se
cuidaba: El pan recién rallado y tamizado de restos de otros días, de pueblo,
de pura hogaza, de Modesto. Los huevos para el relleno y rebozado de corral de
la pequeña frutería de la esquina de Manolo, que también vendía pollos. La
leche en cántaras de latón, con su nata cuajada en superficie, ligando la salsa
bechamel, con una textura fina agrupando ingredientes. El tamaño y la forma
geométrica de las croquetas, idénticas, perfectas.
Rapaces, los primos, entre juegos
y correrías, desplegábamos las alas incursionando hipnotizados al olor a
fritura por si pillábamos algo. Inútil misión:
—Somos doce, hay sesenta
croquetas, caemos a cinco croquetas cada uno...
La abuela cocinaba, contaba y
custodiaba las croquetas.
Con las albóndigas de pescado o
los boquerones en ramilletes pasaba lo mismo. Estos últimos una vez bien
limpios y sazonados los enlazaba con mimo, de cinco en cinco. enharinaba y freía en abundante aceite de
oliva. De exposición, y tocábamos a cinco. Si éramos
diez, pues eso, cincuenta boquerones:
—Somos diez, hay cincuenta boquerones, caemos a cinco boquerones cada uno...
La abuela cocinaba, contaba y
custodiaba albóndigas y boquerones.
Por las tardes en la sobremesa la
hora de la novela era suya. Los aromas tostados anunciaban cafés recién hechos
y sentada en su sillón arropada por la falda camilla a los pocos segundos
roncaba al cielo, satisfecha del deber cumplido. La merienda su siguiente
parada.
Las magdalenas se las llevaban en
unas tablas, de docena en docena para hornear, supongo, a la panadería de Modesto.
Ideaba como hacerme con la llave del aparador que guardaba celosamente las
magdalenas recién hechas. Me la imaginaba —nunca lo supe— colgada al cuello,
como las amas de llaves de las películas antiguas y siendo el único momento que
bajaba la guardia, maquinaba arriesgadas, difíciles y sigilosas misiones de
rescate.
La abuela en esas fugaces cabezadas después de comer susurraba en sueños y seguro contaba magdalenas:
—Somos diez, hay dos docenas de
magdalenas, caemos a dos con cinco magdalenas cada uno...