Nuestras vidas planteadas como un algoritmo —por aquello de hacer lo correcto y no parecer idiotas— nos muestran un inquietante diagrama de flujos. Flechas que cambian de dirección e indican una secuencia de actuaciones persiguiendo objetivos, que seguramente no buenos platos.
He de decir que lo verdaderamente inquietante son las flechas. Esa sucesión de unos y ceros binarios de estados contrapuestos, que se combinan para dar forma a una realidad, me temo, que impuesta. Recetas con pasos sucesivos bien ordenados y finitos, qué de momento —con algo de ritmo— avanzan a duras penas desplazándose entre síes y noes, distando mucho de saber lo que es un buen plato, lo que cocinamos y nos comemos, en todos los sentidos, pudiera ser que más bien nos enferme. Veamos:
Pero no nos equivoquemos, aunque sea tan sólo porque sazonado bien un plato, este, aun bueno, no nos convenga —lo malo o lo bueno, quien sabe— es que los algoritmos (que no nosotros) cada día recopilan más información y no necesitan dar explicaciones. Contestan y empezamos a afirmar que piensan cada día más programados, aunque no nos gusten las respuestas.
Las preguntas, porque hasta ahora somos nosotros los que procesamos la información, nos las seguimos haciendo nosotros y podemos hasta pasar de contestar con un escueto si o no. Creo que lo llamamos conciencia: