sonata
Se posicionaba la
luna entre la identificación y la indiferencia, sobreviviendo en lo marginal, sabedora que la repetición es uno de los caminos, el lógico entrenamiento, para alcanzar
desde la diferencia la maestría.
Quedaba menos de una hora para venir, diez minutos antes el programa terminaría de cambiar y la luna divisaría desde la azotea su escala siguiente.
Como en los acordes de la sonata 16 de Mozart se alcanza la mímesis en las ágiles y talentosas manos de Baremboim, y es que el artista busca persistentemente energías que den sentido a su misma vida.
Una manera de
encontrar y canalizar los dioses dentro.
Él la
interpreta, Selene la experimenta. El escenario (el que en ese momento toca) refleja lo que en su entorno ve.
El arte, hermosura celestial, ahora lo sabe la luna, quizás sea uno de los pocos componentes con significado que nos aleje de la indiferencia y nos acerque desde la vida a la inmortalidad.
El lucero vespertino se abre a la puerta de la vida y empieza a bañar el ocaso con reflejos de amor de vetas de plata. Atrás se queda la oscuridad.
La energía, la
que iba y venía ya disponible se fija, encauza los cambios por venir, camino
manifestado para que el ensayo, por testado, luego de ser aplicado pilote a
la vida.
Otra recreación de la realidad. Ese es el plan vital, conmover e imitar al arte. Sin expectativas las lecciones de lo que empieza de nuevo esperan. ¿Qué hacer?
Sentir. Sólo
sentir.
El plano
inconsciente busca desapegarse. La pura emoción liberada nutre el alma, en un
canto que estremece y que acompañará para siempre al nacido.
Es la trayectoria de la vida experiencial la que, posiblemente al sobrecogernos, imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida.
Daniel Baremboim