—No sé me da igual, no tengo
prisa —contestó.
La mujer esbozaba una resignada
mirada de esas que te ponen en situación porque te lo dicen todo. Esperábamos
turno en ventanilla para pedir cita en un hospital. Acompañé a un familiar en
su enésima visita, peregrinaje oficial doloroso de analíticas, quimio y
pastillas con la pretensión de parar lo inevitable. Si es que lo inevitable, y
esta es la forma, se puede parar.
Sería de mi edad, incluso unos
años menos y necesitaba hablar, gritar, desahogar su sufrimiento, su dolor. Las
lágrimas contenidas anunciaban desbordar sus humedecidos ojos.
—Según salgo de aquí, me voy a
sacar los billetes para ir con mi hija a Roma. Se lo tenía prometido—me lo dijo
tal cual, daba igual que no nos conociésemos, como sí el hecho de irse lejos de
donde estaba en ese momento aplazase lo que, si tenía prisa, lo que avanzaba a
otra velocidad.
—Salir de aquí, después de
esperar consulta toda la mañana en cierto modo es respirar—la comenté
convencido.
—La vida tiene estas cosas. Mi
marido hace quince años cuando cayó enfermo estuvo en coma inducido y respondía
a mis preguntas apretando la mano. Todavía no había nacido mi hija, pero yo
sabía que no se iba a ir. Ella tenía que venir al mundo. Cuando despertó
—continuó diciendo— me recordó lo que le dije a mi padre, que nos tenía que
ayudar. No sé cómo podía saberlo. Él ya no está, falleció hace dos años, pero
cumplimos nuestro sueño. Mi hija es preciosa, sabes, un ángel.
Sin decirlo quería que le
confirmase, si es que lo sabemos, que este paso sólo es temporal, que al final
se transita a otro estado, que hay vida más allá de esta vida. La respondí
tratando de aliviar su angustia, entendí que lo que le preocupaba era su hija,
que no ella, con firmeza y convencimiento de que esto sólo es transitorio. Nada
difícil de comprender en un entorno tan emocional donde las miradas de
familiares y pacientes se buscan adivinando historias reales, de esas que
relativizan nuestro día a día. Nos despedimos. Me dio las gracias por
escucharla.
Cuando acabamos, al salir, en un
día fresco y limpio, se dibujaba el perfil nevado de la sierra madrileña.
—Sabes, me dijo mi pariente, me iría ahora, aunque no comiésemos. Tan sólo a escuchar el
murmullo de los cauces, el silencio de la naturaleza, respirar aire puro
sentado en una roca sin decir nada…
—Lo sé, le dije sin poder, por
impotencia ofrecerle más que mi comprensión y compañía.
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