Aún recuerda en su niñez al clavijero de piano que se dejaba ver por casa. Era un señor con oído de los de antes, desarrollado, sin fonendoscopio que llevar, como el doctor que nos reparaba calenturas, pero que percutía las cuerdas y buscaba los tonos adecuados modulando su intensidad a su justa tensión.
Y no fallaba.
Venía una vez por año y como el metrónomo, tan cercano a él, clavaba y medía los tiempos sincronizando sonidos desajustados desde bordes afines. Y Chopin por sonatas, preludios y nocturnos, reparado, refinado, desbordaba su sentimiento, su delicado estilismo por cada rincón del hogar.
Sus remedios, bálsamos para teclas blancas y negras, necesitadas de analgésicos precisos, dolidas por dedos presionando octavas de do a do, desafinadas por el tiempo y uso, sin duda alguna les aliviaban y sanaban.
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