Estaba en un campo de dehesas,
rodeado de encinas y matorrales en un claro y verde pastizal donde la vista
recortaba a lontananza siluetas onduladas, sábanas de montes bajos, bajo un cielo
límpido de un azul intenso salpicado el silencio, de vez en cuando, por cantos
de alados rasando sus vuelos repentinos.
Sintió la necesidad de tumbarse
con los brazos extendidos y cerrar los ojos en el majadal de sus sueños.
Al inicio de la tarde, de las
gotas del rocío aún quedaba un pequeño recuerdo no impedido por un sol invernal
de un diciembre casi extinguido que levemente calentaba de caricias su rostro.
Las yemas de sus dedos —otras gotas—, rozaban la humedad inundadas de células
sensibles, como brotes recién salidos conectando en superficie con los latidos
de una madre orbitada.
Si se describiese la paz, esa
conexión de silencios interiores, serenata expresada en ese instante por una
intermediación consciente entre la naturaleza —expresión de la creación— y la
divinidad, de alguna manera avanzó en detalle a ese estadio.
Sólo, acompañado por una
respiración profunda y pausada, rodeado por sensaciones olfativas de aromas a
campos, agudizando y captando lo particular, en calma, dibujó una expresión
abarcada, plácida.
Sintió que podía atemperar el dolor, no sólo el suyo sino de
algo más profundo, del origen y del hogar, del cielo y de la tierra, de la
soledad de la creación, vacío sublime de lo infinito, y del hombre en su
desamparo.
De la unión con el Todo, del que
formaba parte, en su sensibilidad, la emoción destilada emanaba en estado puro,
lejos de congojas y tormentos, tan sólo
amor.
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