lunes, 8 de junio de 2015

memorización

El libro de sociales se había parado en la primera página del examen y de ahí no pasaba. Con un andar cansino y a las alturas de la noche en que estaba, más bien era el libro el que le sacaba a pasear por todas las habitaciones de la casa, a ver si en una de ellas se paraba, un espigado chaval de trece años. Tan agobiado por tener que memorizar  los temas, como disperso ante la que se le venía encima. Si sólo fuesen sociales la cosa hasta se podría sobrellevar, pero el caso es que para la semana que arrancaba el lunes (hoy era domingo), el panorama con cerca de diez exámenes a traición perfectamente escondidos como si de un campo de minas se tratase,  era del todo insufrible. Para colmo la temperatura para el mes de junio era inusualmente alta de treinta y cuatro grados a las diez de la noche.
El panorama de su hermana mayor no era mejor. El martes arrancaba los exámenes de selectividad y por la casa sólo se oía como ruido de fondo una letanía donde se saltaba de la filosofía a la literatura, pasando por la historia del arte. Había apuntes por todas partes desperdigados; en el salón, su cuarto, la cocina, el baño, la terraza. «Papa te importa que te diga Santo Tomás»«Que va hija empieza que te escucho». Bueno lo de escuchar era por decir algo. Quedaban ya sólo dos días para el examen de memoria, perdón de selectividad. 
«Los griegos distinguían entre memoria e imaginación, lo sabías chiqui», comentó el padre en un intento condenado al fracaso de elevar la moral de su hija. «Para ellos eran las dos funciones más elevadas de la mente. Una, sabes, se agarra al pasado y otra permite imaginar futuros»«Mira papa corta el rollo que mi presente es que tengo tal atracón de temas en la cabeza que no sé si saldré de esta, así que déjate de pasados y futuros y ayúdame con Wittgenstein que todavía no he empezado. Por cierto sabes que en el examen de Descartes saque un ocho y no me acuerdo de nada», exclamo al borde de un ataque de nervios al constatar que sólo le quedaba un límite de cuarenta y ocho horas para la vomitona.
La educación, la de las grandes cuestiones, esas que nos permiten tratar de entender algo de lo que va todo esto, quedaba relegada ante el abrumador presente ideado por un sistema educativo, en una noche de junio espesa, cataplasmática, de cataplasma, sofocante, como hacía tiempo y no se había vivido antes.
Sólo sé que no sé nada, el amigo Sócrates, y no por modestia, a partir de lo que oye a Platón, venía a decir en el fondo, algo así como que no le convencía  ni satisfacía ninguno de los saberes, por ver en ellos montones de objeciones y poca o ninguna certeza. Yo también lo afirmo, más que nada porque poco a nada me convence un sistema que basado, entre otras, en la memorización, desemboca en el mundo laboral unos años más tarde para constatar con certeza un presente en el que, el cómo estamos y el cómo nos va, es más que evidente. 


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