El libro de sociales se había parado en la primera página
del examen y de ahí no pasaba. Con un andar cansino y a las alturas de la noche
en que estaba, más bien era el libro el que le sacaba a pasear por todas las
habitaciones de la casa, a ver si en una de ellas se paraba, un espigado chaval
de trece años. Tan agobiado por tener que memorizar los temas, como disperso ante la que se le
venía encima. Si sólo fuesen sociales la cosa hasta se podría sobrellevar, pero
el caso es que para la semana que arrancaba el lunes (hoy era domingo), el
panorama con cerca de diez exámenes a traición perfectamente escondidos como si
de un campo de minas se tratase, era del
todo insufrible. Para colmo la temperatura para el mes de junio era
inusualmente alta de treinta y cuatro grados a las diez de la noche.
El panorama de su
hermana mayor no era mejor. El martes arrancaba los exámenes de selectividad y
por la casa sólo se oía como ruido de fondo una letanía donde se saltaba de la
filosofía a la literatura, pasando por la historia del arte. Había apuntes por
todas partes desperdigados; en el salón, su cuarto, la cocina, el baño, la
terraza. «Papa te importa que te diga Santo Tomás». «Que va hija empieza que te
escucho». Bueno lo de escuchar era por decir algo. Quedaban ya sólo dos días
para el examen de memoria, perdón de selectividad.
«Los griegos distinguían
entre memoria e imaginación, lo sabías chiqui», comentó el padre en un intento
condenado al fracaso de elevar la moral de su hija. «Para ellos eran las dos
funciones más elevadas de la mente. Una, sabes, se agarra al pasado y otra
permite imaginar futuros». «Mira papa corta el rollo que mi presente es que tengo
tal atracón de temas en la cabeza que no sé si saldré de esta, así que déjate
de pasados y futuros y ayúdame con Wittgenstein que todavía no he empezado. Por
cierto sabes que en el examen de Descartes saque un ocho y no me acuerdo de
nada», exclamo al borde de un ataque de nervios al constatar que sólo le quedaba
un límite de cuarenta y ocho horas para la vomitona.
La educación, la de las grandes cuestiones, esas que nos
permiten tratar de entender algo de lo que va todo esto, quedaba relegada ante
el abrumador presente ideado por un sistema educativo, en una noche de junio
espesa, cataplasmática, de cataplasma, sofocante, como hacía tiempo y no se
había vivido antes.
Sólo sé que no sé nada, el amigo Sócrates, y no por
modestia, a partir de lo que oye a Platón, venía a decir en el fondo, algo así
como que no le convencía ni satisfacía
ninguno de los saberes, por ver en ellos
montones de objeciones y poca o ninguna certeza. Yo también lo afirmo, más que
nada porque poco a nada me convence un sistema que basado, entre otras, en la memorización, desemboca en el mundo
laboral unos años más tarde para constatar con certeza un presente en el que,
el cómo estamos y el cómo nos va, es más que evidente.
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