Puedo aseverar que en cierto modo mi padre y mi abuelo eran amanuenses. No en el sentido de copiar legajos y demás, que buena caligrafía y pulso, sobre todo mi abuelo, tenían. Más bien eran copistas, pero de planos, como buenos profesionales que eran de la delineación. Otras épocas artesanas, sin ordenadores, ni plotters supletorios de una profesión, tan tendente a desaparecer como muchas de las actuales. Aprendieron bien el oficio. Las aguadas nunca se salían de las curvas de nivel de los topográficos, y nunca y digo bien nunca, se cortaban. Veinte, treinta, los que fueran, los planos se posaban lentamente en serie en el suelo a la espera de serpentear estratos con nuevos colores. Al abuelo, como seguramente a «Bartebly el escribiente» de Mellville, le pudo costar la vista, nunca se sabrá.
Lo cierto es que progresivamente hasta su vejez la fue perdiendo. Trabajador infatigable siempre se llevaba tarea a casa. Transformó su mesa de madera de dibujo regulable en altura, con un tubo fluorescente de neón que iluminaba un tablero de cristal por debajo y ayudaba a copiar. Una lupa en una mano, otra portando firme un pincel (siempre buenos de pelo de marta), densos, cargados y precisos se deslizaban por los contornos de orografías y sedimentos ingenieriles.
«Chatos que está la cena» la abuela siempre en otros menesteres, al gobierno de la casa, les rescataba de las repetidas y monótonas obligaciones, que ocuparon parte de sus vidas.
A la inversa que el escribiente (el inquietante pasmado que “preferiría no hacerlo”), no rehuyendo de sus responsabilidades, mi padre, esperó con paciencia a una temprana jubilación para cumplido el servicio dedicarse a lo suyo. Ya sabéis. Ambos, fueron silentes, subordinados, honestos, morigerados (le copio a Mellville su sutil riqueza léxica tan abandonada en estos tiempos sociales de absurdas redes iletradas) respetados en sus empresas, por su lealtad y obediencia. Servidor no puede decir lo mismo, no por no ser, cortés, amable, respetuoso o educado (que siempre lo he sido), pero díscolo un rato, siempre cuestionando lo establecido: «No trates de cambiar el mundo. Tú, a lo tuyo, luego en casa lo que quieras que ahí nadie te manda» Nunca entendí ese pragmatismo de sumisión ante la necedad. Pero de sumisos, serviles y pazguatos están llenas las empresas, y yo me encuentro donde estoy porqué me lo he ganado a pulso.
No, no lo digo por ellos, se me entienda, ellos tragaban que, con el tiempo y ya mayores, libres de obligaciones, empecinados en cabrearse con todo hijo de vecino, me constataron la cantidad de tarados, alabanceros, pelotilleros y lameculos, que les tocó aguantar: «De tragaderas hay que vivir, apréndelo si quieres sacar adelante a los tuyos». Sigo sin entenderlo, porque a terquedad no me gana nadie, aunque como bien dijo uno de por aquí, esto parece ser que va de, algo así como, que a unos les toca mandar y a otros, y de eso sabían muchos ellos, obedecer.
Estoy por copiar a Vila Matas*, y jugar a las matrioskas, y dado que no he escrito un libro en mi vida, escribir algo así como «dave y su adversidad», aunque de hecho bien pensado es lo que de forma repetida y diaria llevo haciendo ya hace años, qué como su protagonista parado y principiante, sin oficio, suspira por escribir su gran y única obra tan inacabada, póstuma y personal, cómo seguramente patética y a años luz de los que profesan con maestría su hacer.
Copiar, repetir, obedecer, ganarse la vida en vida, esto por repetido, ya vivido, y las responsabilidades se entrenan, como los hábitos forjan la excelencia, es lo que muchos, aunque no nos guste, vivimos.
*Enrique
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