Vi a los cuatro gatos. Eran pardos, atigrados. Una preciosa gata negra que me rozaba con mimo y se dejaba acariciar los había parido recientemente. Fue en Agdz en un delicioso riad, una «maison» a las afueras del pueblo, un remanso de paz en medio de otro mundo.
Se juntaban y retozaban en infinitos juegos y cabriolas mirándome con sus preciosas orejas puntiagudas, escuchando con sus enormes ojos azules, entresacando tímidamente sus pequeñas garras cuando los cogías temerosos en manos extrañas.
A la mañana siguiente me despedí de ellos. Me miraban asombrados como diciendo: «Porqué te vas, a donde vas, que más quieres ver».
Camino de Merzouga del desierto, bordeando el palmeral del Draa de cabeza a las dunas anaranjadas de tardes limítrofes, comienzo infinito de vientos cálidos y horizontes ondulados de miradas perdidas, o de vuelta por el valle de las rosas de aromas damascenos, mis pensamientos, ya de regreso, podrían haber sido para lo ya visto, todo lo que se supone que uno debe ingerir en un condensado viaje planeado tiempo atrás.
Las voces de la koutoubia, del bello palacio de Bahía, de la bulliciosa plaza de Jemaa el Fna, las mil y una callejuelas, olores a comercio de medina, de un Marrakesh asaltado por nacionalidades cámara en mano.
La majestuosidad de un Atlas pétreo, aguerrido, seco, serpenteado por carreteras en obras con todoterrenos anunciando el progreso, con Ry Cooder y Ali Farka Touré sonando de fondo por Timbuctu, donde las miméticas poblaciones sienas incrustadas en valles y montañas entre kasbahs arcillosas de adobe, dejaban entrever de vez en cuando borricos con fardos en sus lomos, de chavales blaugranas y merengues.
Viajes al pasado, presentes demoledores, todo, todo ello quedaba ya para el recuerdo.
«Esta es tu casa, nuestra casa, quédate, juega con nosotros, crece a nuestro lado». Los cuatro mininos, hermanos, maullaban verdades.
Saldrán adelante en un paraíso duro, árido, rocoso, volcánico, al cobijo y al margen, de un alocado mundo gobernado por no pocos dementes, libres, donde la vida transcurre en la serena placidez de un riad entre cálidos killings, murmullos de fuentes y fragancias a té con yerbabuena.
Disfrutando a cada momento, sintiendo la vida, entreviendo la luz, acogiendo, despidiendo y advirtiendo a viajeros sin rumbo...
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