Por
el mar rodadas, modeladas, se erosionaban de texturas lisas y
escupidas a la tierra, naufragas, concluidas parte de sus vidas, orilladas,
exhaustas, se dejaban ver.
Un día le pregunté
por qué, me miró, hizo un silencio y siguió. No respondió de inmediato. Su fino rotulador negro preciso, resbalaba tintas con formas. Unos segundos después alzó la mirada hizo una pausa y me contestó:
—Son
decretos de Creta. Los "acros" de mi firma que de forma sólida se perpetúan como
la solidez de las piedras pulidas..., sabes, son elipsoides moldeados por el
tiempo, el agua y la sal y si los rubrico con mis laberintos las firmo, que es
solidez, las aseguro de por vida, para quien sabe si dentro de miles de años se
descubran, como las pinturas rupestres fueron testigos de nuestro pasado. —me dijo, seguro en sus palabras.
Reconozco que no le entendí mucho y ahí lo dejé.
El Minotauro se alimentaba de quien caía en su laberinto. Incapaz
de salir del mismo, sólo Ariadna urdió un plan para salvar a su amado Teseo, ayudándole con un hilo a seguir que le indicase por donde salir una vez lo derrotase.
Los extremos (los acros) unidos a otras palabras conforman
principios. Las acrópolis se construían en lo alto de las ciudades, cómo las acrobacias extremas son equilibrios del caminar y los acrónimos se
significan por el principio de las letras de sus nombres.
Él dibujaba —entre otros— sus hilos en las piedras. Sabía que, como ellas, arrimadas en la playa como las caracolas, encontraban la salida a sus
desdichas. La salida de un dédalo que las hizo rodar de por vida sin saber
por qué. Por eso sus formas, incluido las cintas con que firmaba sus obras (acrónimo
de su nombre y apellidos) reflejaban insólitas frecuencias de sonidos, constataban, el mismo proceso en vida, de
nuestras vidas.
Esas en la que moldeados, lo queramos o no, por alegrías,
sufrimientos, gozos y desdichas —las que nos esculpen—, encuentran salidas a la espiral de las cócleas; Las que dan equilibrio al laberinto
de nuestra existencia.
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