Creo, aunque dudo, que la última
vez que vine cerca de la puerta encadenada fue hace diez años. La localidad
costera no ha crecido, pero si se ha ordenado y acicalado más. Surgen palmeras
y aceras cuidadas que dibujan en su suelo carril bicis, parterres, esculturas
por doquier, césped y flores por rincones antes olvidados. Los chiringuitos y
sus hamacas se organizan geométricamente, las duchas se reparten ordenadamente, los restos orgánicos se esconden a la
vista en un cuidado urbanismo que busca satisfacer a sus inquilinos, los
restaurantes atienden sus mesas, los espetos plateados se doran de aromas
marinos y en la noche los leds adornan y edulcoran el paseo marítimo y sus
alrededores.
Indudablemente el progreso deja
emolumentos a las arcas del municipio, que regularizan el descanso, si es que
el ruido de fondo ensordecedor de las olas y la vida deja respiro alguno y así
entiendes de reposos que huyen de lo vivido el resto del año. Aquí no parecen
existir ni virus ni pandemias, aunque los locales y restaurantes no albergan
extranjeros, sólo turismo nacional que no quiere saber de estadísticas, ni
telediarios, ni segundas olas.
La puerta fue lo
primero que busqué nada más llegar. Sabía más o menos donde se ubicaba, si bien,
desconocía el nombre de la calle en que vivía. La emoción de saber si aún
existía, de reencontrar a una vieja conocida aceleraba mi pulso. ¿Seguiría
viva? ¿la habrían cambiado? ¿la habrían acicalado al igual que el resto de la
ciudad?
La
cadena de la bici saltaba de piñón en piñón a su antojo y así era imposible
gobernar la máquina. Evidentemente algo no iba bien. Pregunté por un taller
cercano. En el pueblo en un pequeño local se amontonaban en espera de sanar sus
heridas una docena de ellas. Esperé mi turno. Delante un magrebí trataba de
hacer entender al mecánico que la necesitaba en el transcurso de la mañana.
―No
tiene ningún problema. Le falta engrase a la cadena y por eso saltan los
cambios ―dijo―, sin lugar a duda. No tardó ni un segundo en encontrar el
problema tras hacer rodar los pedales. Me quedé con cara de idiota por no
advertir algo tan básico. Le echó aceite y asunto solucionado.
A mi rodilla
derecha, a su articulación, también le hubiese venido bien algo de engrase.
Arrastraba molestias desde hacía unos días.
Fly
el perro volador no andaba a su libre albedrío. Ni Fly ni ningún perro suelto.
Eso formaba parte del pasado. Ya no habían perros vagabundos de ojos
aturquesados. Los que divisaba, y eran muchos, atados con correa, se parecían a
sus dueños, se olían y saludaban en sus paseos como no podía ser menos. Ahora
lo más, acodado desde la barandilla como mi viejo y en perfecta simbiosis
genética, lo que divisaba, era la nota discordante de una vagabunda mayor muy
delgada y morena que todos los días se sentaba en un banco acompañado del
equipaje de su vida que se reducía a dos maletas enormes, para desaparecer a la
hora de comer (si es que algo comía) y el resto del día. No pedía o al menos
eso me parecía.
No
tardé en encontrarla. Se ubicaba curiosamente (cosa que desconocía) en la
Avenida de nuestro Padre Jesús Cautivo y el corazón se me salió. Si, la
puerta estaba todavía intacta. Envejecida, más parcheada, más oxidada
seguía protegiendo con el candado su acceso. Me acerqué, le comuniqué con dolor
que su descubridor, mi padre, ya no estaba con nosotros, la acaricié, comprobé
su estado. El candado, muy oxidado, precisaba también de algún engrase y parecía
que hacía tiempo no se abría. Un tanto abandonada, exhausta, sedienta, con la lengua fuera, resistía el paso del tiempo.
No
sé si el orden es engrase. Si articula nuestro sistema, el inanimado y
aparentemente inerte que nos acompaña y no vemos. No sé qué protege ni que se
habita dentro tras esa puerta. No sé si necesito de barritas energéticas que
alivien mis articulaciones. No sé, la verdad, por qué no tengo un perro con lo
que me gustan. No sé si debo acercarme a esa menesterosa y solitaria señora y
decirla algo o escuchar su voz. No sé si el progreso es ese orden tan ficticio
que no deja rincón alguno sin llenar, que no nos deja ver lo esencial.
Lo
que sí sé es que la puerta, es la puerta veinticinco, que se descubre en
alegorías que vierten escritos en mi Diseño Humano, porque me lo ha dicho alguien
presentado por alguien cercano que busqué, ambos muy afínes, que nos encontramos
y abrazamos, porque el destino lo ha escrito y sabe de ello.
Lo
que sí sé, porque me lo ha dicho él, es que soy emocional y en algunos aspectos indeterminado, a lo mejor un
mercurio, baremo de temperaturas en el que mirarte. Porque me ha definido de forma muy bella, como nadie lo había hecho nunca, y son palabras suyas, como una memoria encarnada que se actualiza y se recrea, muta y pulsa, se escribe y codifica, se vela y se desvela, se extralimita, que cataliza melancolías atravesado por neutrinos que como agentes que programan mi vida en mi forma, se
asombra y asombra. Que mi propósito se cumple informando a través de mi mente, iniciado por mil caminos que prueba. Que ellos
me habitan, porque son en mí, tan vulnerable como habitado en el amor, con
potenciales que me abruman y sobrepasan.
Si
todo eso me lo ha dicho él. Y por eso, por ello le doy las gracias, inmensas
gracias por saber definirme en mi indeterminación, y apreciar en lo más
profundo que porto dentro, los engranajes, que bien engrasados, al menos eso
espero, articulen en mi existencia a mi Ser.
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